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CHANITO "EL LIMPIA"
     (por José M. Quiles Guijarro)     

José Miguel Quiles


     Hubo una época, en los años 40, en que un español presentable debía llevar necesariamente el pelo con brillantina y los zapatos relucientes. El oficio de limpiabotas era entonces recurrente y a veces hasta bien remunerado. Chanito fue el último limpiabotas de la ciudad, subsistió con su cajón y su cepillo hasta los años 70; cuando cerraron la cafetería Avenida, buscó otro punto donde trabajar y al final dejó el oficio. “La gente – me dijo en cierta ocasión – ahora lleva zapatos de esos de goma”.

     Chanito era un joven de media estatura, moreno, agitanado, simplón pero con una cierta picardía burlesca en el fondo de los ojos. Se movía en la cafetería arriba y abajo con un aire perezoso y socarrón, mascando un mondadientes. Era un artista del cepillo y el betún, con la derecha, con la izquierda y sobre todo en el cambio de mano; cuando los clientes miraban su virtuosismo, Chanito le daba una vuelta en el aire al cepillo, como diciendo “¡Voilá!”

     Lo cierto y lo singular es que Chanito odiaba a su cliente, Chanito en realidad era un revolucionario que se burlaba de  la burguesía, de la sociedad de corbatita ante la que se ponía diariamente de rodillas, cepillo en mano; y así cuando hacía algún servicio a un tipo que le cayera especialmente mal, uno de esos tipos soberbios que caminan junto a la barra, altivos, como si fueran senadores romanos, Chanito ponía el cajón del betún junto a sus pies, le arremangaba la pernera del pantalón, bien alta, hasta la misma rodilla, le colocaba el salvacalcetines y esparcía debidamente la crema en el zapato.

Chanito     En este punto Chanito, cerraba el cajón, se levantaba sin hablar, se iba al final de la barra, y volviendo la espalda le decía al barman:

     - Ponme una “Sanmiguel” y una ensaladilla…

     Y allí quedaba el cliente con su impúdica y peluda pierna desnuda expuesta al público en una insolente  posición. El cliente esperaba con una  patética sonrisa, miraba a un lado y a otro, daba una queja al camarero, buscaba con los ojos al “limpia” y entre tanto soportaba la mirada burlona de la gente. Cuando el responsable de la cafetería que conocía las artes de Chanito le amonestaba, éste decía con una lógica incontestable:

     - A ver si no va a poder uno merendar… - y se empinaba a morro el botellín, lanzando una mirada lejana al cliente, en aquella mirada se sustanciaba la antipatía serena y eterna que, en nuestro país, – un país de hidalgos y villanos – han tenido siempre las clases sirvientes a las clases servidas.

     Terminada la merienda, Chanito hacía un enjuague higiénico con el último buche de cerveza y volvía despacio a su cajón, con cachaza, mascando el palillo, entonces miraba con atención el zapato del cliente, casi simulando sorpresa, y decía con un sarcasmo  artístico, de cine de Berlanga:

     - Qué… ¿cómo va la cosa? – y entonces terminaba el servicio. Siempre haciendo sus virguerías, cepillando con la derecha, con la izquierda, luciéndose en el cambio de mano y a veces dándole una vuelta en el aire al cepillo.

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