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¡QUÉ BUENO ERA!
(por Francisco L. Navarro Albert)
 


     Los que me conocen saben que soy poco aficionado a asistir a los velatorios, pero debo alegar en mi favor que los motivos que me impulsan a ello no tienen que ver con que me importe más o menos la persona o familia del finado. Antes al contrario, ya que si es amigo seguramente me sentiré tan conmovido por el suceso que difícilmente podré dar algún consuelo a su familia y más seguramente incrementaré su pena con mis propias lágrimas. Si no tengo gran relación con la familia me encontraré fuera de lugar entre tanto desconocido que, ajenos un tanto al luctuoso suceso, entretendrán el tiempo contando banalidades, hablando de la última hazaña de tal o cual futbolista o entrenador o, simple y llanamente, tomando una cerveza en el bar más próximo.

     En fin, que a veces no me queda más remedio que ir, intentando pasar lo más desapercibido posible. Aún así, es inevitable relacionarse con algunos de los asistentes e, inevitablemente también, escuchar: “¡con lo bueno que era…!” o alguna otra expresión similar.

     No voy a poner en duda, ni mucho menos, la legitimidad de los que así se pronuncian, ni tampoco lo que pueden contener de veracidad sus afirmaciones. Sin embargo, no dejo entonces de preguntarme si, cuando menos, en vida de la persona a cuyo sepelio asistimos, quienes así se expresan le han manifestado en alguna ocasión algún sentimiento de afecto o alguna muestra de simpatía o reconocimiento hacia sus actuaciones. No pretendo indicar con esto que la carencia de manifestaciones en vida signifique falta de aprecio; sin embargo, ¿nos hemos preguntado alguna vez o nos hemos parado a pensar con qué frecuencia decimos a alguien que le apreciamos o amamos? ¿Por qué somos, en general, más propensos a la concisión en el trato, dejando para cuando es tarde la manifestación de nuestros afectos?

     Me gusta recordar a quienes me han precedido en el último viaje en su aspecto más vital, en aquellas facetas de  su vida que más marcaron nuestra relación, e incluso no quiero ver su aspecto sin vida tan pocas veces próximo a la realidad que un día fue. Si admitimos que el cuerpo es un simple soporte del espíritu, del que nada queda después de la muerte, prefiero ver su rostro sonriente, rememorar su palabra…

     Pero, en fin, esto es mi forma de pensar y sentir sobre este tema. Una de las últimas tendencias de las que he tenido noticia, no al alcance de cualquiera dado el elevado precio, sin duda consecuencia de las tecnologías que se aplican, puede permitir a los herederos que hagan efectivo el comentario: “Fulanit@ era una joya” y, más o menos por el precio que cuesta un automóvil de lujo, pueden convertir sus cenizas en diamantes y, convenientemente engarzados, llevarlos en forma de collar, pendiente o anillo, aunque seguro que hay otros que preferirán que los restos vayan a parar a un sitio lo bastante lejano y profundo como para que no puedan encontrar el camino de vuelta. Por si acaso.

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