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EL DISCÓBOLO
(por Manuel Sánchez Monllor)

     Suena lejano el timbre que avisa el cierre del museo. La sala va quedando sin público con la última luz de la tarde. Desde aquí puedo ver en la claraboya del techo cómo se apaga el día. Cada vez más cercana oigo la voz del vigilante que anuncia el fin de la visita y sé que se acerca el momento que más temo. Ajenos a mi angustia, algunos visitantes deambulan todavía retrasando la salida como si temieran el desamparo de la noche que se avecina. Una pareja apresurada se detiene, titubea y da la vuelta. Después ya no queda nadie.

     Me acurruco en un rincón, detrás de un expositor. Desde aquí veo la escultura del discóbolo con la cara inexpresiva y todos los músculos de su cuerpo en gran tensión. Yo permanezco quieto, con una intensa excitación nerviosa; quiero silenciar mi respiración agitada y me tapo la cara con las manos.

     Ha pasado mucho tiempo desde que un vigilante uniformado recorrió la sala. La tensión y el cansancio me predisponen a cerrar los ojos, pero me esfuerzo en no hacerlo. Quiero conocer los secretos del griego que representa esa figura y sólo ella me los puede revelar. Quiero interrogarle; que me diga como era la vida en Grecia, cómo fue la fabulosa Ática cinco siglos antes de Cristo; qué cansancio acumuló posando largo tiempo, con la tensión muscular que se ve en todo su cuerpo, concentrado en el esfuerzo que habría de realizar en el instante que precede al lanzamiento. La piedra de esta escultura ha guardado secretos durante veinticinco siglos. Sé que las grandes obras de arte atesoran parte del alma del artista que las hizo. Y ésta, maravillosa, llevará también la fuerza contenida que durante 2500 años ha mantenido el atleta, la que el modelo vivo hubiera liberado en un instante supremo lanzando su disco si la piedra en que lo perpetuaron no le contuviese. Y yo creo, siempre he creído, en el alma, en las potencialidades de las grandes obras de arte...

     Recojo mis rodillas junto al pecho y reclino la cabeza sobre los brazos; esperaré más... pero ocurre algo que me distrae y alarma. La sombra que con la claridad cenital proyecta la escultura del discóbolo se anima; pienso que sin duda por las ráfagas de luz vacilante que los faros de los coches de la avenida cercana proyectan sobre los cristales de la claraboya, reflejada sobre el atleta.  Pero no, no es así. Encogido, latiéndome con fuerza el corazón, veo asombrado que la silueta del discóbolo adquiere movimiento, respira intensamente, y oigo tenues palabras ininteligibles. La sombra, que veo con claridad silueteada sobre el fondo de la sala, levanta el disco con ambas manos hasta la altura de la cabeza, lo retiene luego contra el antebrazo derecho, y flexionando la rodilla echa con decisión el mismo brazo hacia abajo y atrás acompañando en este movimiento su cuerpo y la cabeza... Y entonces, de forma sorprendente, con gran energía, exhala un hondo gemido a la vez que gira su brazo y cuerpo con rapidez dando un gran impulso hacia arriba.

     Oigo un fuerte golpe y estrépito de cristales rotos que caen al suelo. Permanezco quieto, sobrecogido, tembloroso. Pocos minutos después suenan sirenas, voces y ruido de apertura de puertas. Me froto los ojos cegados por la luz que de pronto inunda la sala. Entran precipitadamente muchas personas, miran asombradas al discóbolo que permanece en el centro de la sala, ahora erguido, en situación relajada, con los brazos caídos, mirando la luz que penetra por la claraboya rota con una leve sonrisa plena de felicidad.

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