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A corazon abierto
(por Demetrio Mallebrera Verdú) 

LO ESENCIAL ES INVISIBLE A LOS OJOS


     La vida nos ha hecho a todos diferentes, afortunadamente (de otro modo este mundo sería un aburrimiento, como ya se nos ha dado a entender en la literatura de ciencia-ficción con los clonados, todos iguales, todos uniformados, todos con flequillo rubio y  ojos azules, ¡no te joroba!), aunque seamos iguales de otra manera: en dignidad y en derechos. Lo digo así porque sería una simpleza, por muy adornada que venga de justificaciones de todo brillo, sentir, expresar y creer que las cosas nos vienen de nacimiento, precisamente cuando aún no hemos dicho ni mu, sólo berrear cuando estamos pidiendo lo que no podemos obtener por nuestra incapacidad, y ojo: llorar como descosidos. Sería mejor no mezclar conceptos que pueden ser equívocos: la cuna, los medios y modos de crecimiento, las aptitudes, los triunfos, los fracasos, las empresas en que hemos trabajado, las relaciones que hemos mantenido, los sentimientos que hemos aprendido y se han forjado en nuestro interior, las personas con las que conectamos o con las que nos hemos unido para siempre saliéndonos bien o incluso mal, la supervivencia, la autoestima o el aborrecimiento propio, y hasta las tristezas o las alegrías que, seguramente, se han forjado por la ruta seguida. Que se sepa, nadie tiene una biografía escrita antes de nacer.

     Repito que digo vida y creo que se me entiende cuando quien puede leerme ya tiene de ella un largo recorrido, o sea lo que viviendo, caminando, es lo que ha ido contribuyendo a hacernos personas, un hecho circunstancial, no previsto ni estudiado por nuestros tutores. Y de cómo nos va o ha ido si son cosas lejanas que dejaron profunda huella en nosotros, que es de lo que más sabemos, y que, además, es lo más privativo que tenemos. De esos hechos aprendidos, a veces engrandecidos para bien o para mal, según nos convenga, nos gusta hablar a nuestros hijos y a nuestros nietos (en caso de tener ambos): unos con gran facilidad de palabra, otros con menos, incluso los hay sin saber decir más que cuatro palabras  que, gracias a la comunicación no verbal, resuelven con expresivos gestos. En cambio, cuando hemos de contestar a preguntas de difícil definición, además de pasarlo mal, nos toca cambiar de tema. A ver, ¿qué le decimos a la nietecita que sabe chatear por internet lo que es el amor, o la belleza, o una buena amistad; o qué significa tener buen gusto, saber estar, ser feliz, o sentirse desgraciado? Lo bien hecho, dada la altura de las preguntas, sería recitarles versos. Pero ni es eso lo que nos están pidiendo ni somos capaces de improvisarlo. Hay palabras de tal calibre que siempre nos ponen en aprietos. Y no están ni en los diccionarios.

     El Principito, ese encantador personaje de Antonio de Saint-Éxupery, nos dice con su peculiar sabiduría que “lo esencial es invisible a los ojos”. Hay palabras, como hay sentimientos y como hay virtudes, que no son cosas palpables, con su medida, su tamaño, su distancia. Es el metafórico lenguaje del corazón, cuanto más abierto más entregado y más necesitado. Es el abracadabra que sólo utilizan los humanos para reflejar la belleza que existe en la naturaleza (porque no hay que irse a ningún edén idealizado). Es el secreto que está a resguardo de banalidades, volando por encima o escondiéndose por debajo de comportamientos rutinarios o gregarios, de lenguajes soeces y hasta de los ruidos a veces bellos de fuegos artificiales. Sí, normalmente tienen estética, como la tiene la danza, la música, la poesía, pero no se quedan vacías como un espectáculo que, además de admirar, hay que montar y desmontar, hoy aquí, mañana allá. Hacemos muchas cosas al día que llenan nuestras horas, así seamos puros aislados como forzosamente sociales (cada uno es como es), incluso un inventario de lo realizado. No estaría de más mirar por debajo de las alfombras para ver si encontramos eso esencial, que no vemos, y nos ha colmado de bienestar.

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