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LA PESCA DE LA SARDINA
(por Gaspar Llorca Sellés)


     POM! POM! POM! Fuertes porrazos en las puertas: ¡A la llum!, suena una voz profunda en el corazón de la noche, el campanario timbra las tres. Noche cerrada, ningún resplandor en la bóveda del cielo; nuevos golpes y la voz se atenúa por la distancia que adquiere en su desplazamiento hacía portales más lejanos. El silencio dejado vuelve a romperse con menos estridencia, el nuevo ruido es de cerrojos corridos y goznes de puertas al abrirse, que dejan escapar tenues luminosidades cortadas por sombras chinescas fáciles de adivinar que se desplazan hacia la parte baja del pueblo. Saludos, voces quedas, nombre y apodos entremezclados son sus buenos días. Nacidos, criados y educados en casi idénticas circunstancias, llenas de necesidades y humildad, se ha forzado una gran familia con todos sus defectos y virtudes.

     - ¡Basi!, ahí tienes el café, yo vuelvo a la cama. Suerte y piensa por favor lo que en la cena hablamos una vez más. El pescador se toma el brebaje que le hierve en la boca, y con maldiciones y un gruñido por despedida se dirige a la playa. ¡Buen día! Cruzan de palabra los compadres del oficio, a los que la lumbre del cigarrillo configura sus rostros. ¡Hace fresco!, se oye, y callan y alguno se abriga un poco más; ¿cómo vemos el tiempo? A la pregunta, si bien les hace pensar, nadie la contesta. Y no por falta de consideración a la misma, y es que en la mar nada es cierto, los vientos y las olas no tienen lógica en su comportamiento. De la experiencia mucho han aprendido, saben de corrientes, estrellas y vientos, y su saber también hace que huyan de las aseveraciones. La mirada del marino siempre está al acecho, creyente y reservado, de pocas palabras como amante de ese mar que respeta y al que teme, temor por las muchas veces de traición y olvido que le ha demostrado, si bien la reconciliación es instantánea.

     Ya en la playa, la oscuridad deja paso a una tenue claridad que se refleja en la superficie marina. El runrún humano ha aumentado, son voces, órdenes, pisadas sobre la grava, el gruñir al roce de los remos, el “ vara, vara”, esa voz que aúna esfuerzos para arrastrar la embarcación sobre los maderos untados de grasa para que sea un desliz suave, y al tocar agua hay que aprovechar la estampida para saltar a cubierta sin mojarse, timón y remos en mano atentos al patrón: “cuidado”, “a babor”, “remad los de estribor”, “ajustad las cajas”, “aguantad”, “ahora”, se alejan de la orilla hacia la hondura. La oscuridad de la noche aún cae sobre ellos. Rectos hacia la luz que les lanza el bote donde está el patrón y un remero. La luz la producen dos enormes y potentes focos instalados en dicho bote, de ahí el nombre de “la Llum” como denominan dicha pesca.

     No hay viento, los remos, unos tres por banda, empujan la embarcación con su tripulación numerosa y sus redes, dirigida por el timonel sentado a popa al mando del mismo.

     ¡Rumbo al norte! Apuntan a la polar, la orden es la voz del patrón venida de la embarcación de la luz, a la que siguen. Se mantiene la conversación: al llegar a la altura de la isla manteneos quietos a la deriva, hoy tendremos levante! Ya a unas cuantas millas, el silencio es absoluto, solo se oye el chasquito de los remos en el agua, y de nuevo, la frase esperada: ¡Ahí está! ¡Ya la tenemos!

     ¡El banco es enorme! “Todo a babor”, y todas las cabezas giran a ese punto: un rebullir de agua con la sardina saltando se ve no muy lejos, que se acerca atraída por la luz de los focos, y ante la gran mancha o sombra que dibujan las sardinas en la superficie del mar, se deslizan las redes a mano, formando un copo alrededor de ellas circundándolas, que van estrechando y tirando a cubierta con las sardinas enmalladas. “Buena calada” dice de nuevo el patrón.

     Despescan, encienden sus cigarros, y siguen de nuevo a la luz que se aleja hacía oriente, el ritmo es más ligero, queda una hora de negror y hay que intentar otro copo. Y así siguen en busca de engrosar un poco más su jornal, que depende de lo que se saque en la venta.

      Se hacen dos partes iguales del total obtenido después de quitar los gastos, una para el dueño y la otra para la marinería. Se separan tres cajas de doce kilos cada una, que convierten en tantos montones como número de tripulantes, y se sortean de manera que uno de marinería va señalando cada montón y otro, de espaldas a los mismos, va nombrado el nombre del beneficiario: fulano, zutano, mengano, y al momento cada cual recoge el suyo, que se lleva a casa. Con ellas hace miles de usos: las consume, las vende, da a algún familiar o conocido, y si recoge en cantidad, las preparan de muchas maneras, a la brasa, fritas, con arroz, en escabeche, saladas prensadas y otras más. Y ahí termina todo, finalizó mi abuelo sosteniéndose en el bastón con el que sobrellevaba el reuma que el mar le había concedido por antigüedad.

     Deduzco que el pescador que sale en la historia era él. Pues me contó que esta pesquería no ha desaparecido, aunque si bien se sigue ha cambiado mucho. El consiguió con el aval de la casita, una pequeña embarcación y se dedicó a las pesquerías artesanales, era amo y tripulación, amaba el mar y a él volvió pero a pesar de su misticismo no quiso que sus hijos reencarnaran su vida.

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