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ATROPELLO
(por Gaspar Pérez Albert)


     Fernandito era un niño muy nervioso, inquieto y travieso, que creció entre olores de gasolina, automóviles desmontados y pisando el suelo muchas veces manchado de grasa del taller de reparación de vehículos que poseía su padre. Era muy aplicado y avispado y captaba rápidamente todo lo que veía o leía. Resultaba lógico, por tanto, que desde pequeño se aficionara a los automóviles y conociera todas las marcas y modelos existentes así como sus características y secretos. Por eso cuando llegó a su mayoría de edad ya era un experto en conducir automóviles, dadas las pruebas que, en compañía de su padre, e incluso solo, había realizado para comprobar las reparaciones del taller. Y por eso no resultó extraño que llegada esta edad consiguiera tener el suyo propio, con el apoyo lógico de su padre, como premio a su ayuda certera e importante en el taller. Lógicamente, a pesar de su pericia, tuvo que sacar, como todo hijo de vecino, su permiso de conducir y para ello acudió a una escuela de conductores, tal vez la mejor, según el padre que conocía a la perfección el mundo automovilístico y su entorno. Allí le enseñaron la parte teórica -la práctica la conocía de sobra- haciéndole hincapié en el gran respeto que debía guardar a los demás conductores y sobre todo a los indefensos peatones, a quienes debería ceder siempre el paso. Dada su aplicación, enseguida captó la idea y aprobó sus exámenes de conductor en un tiempo record.

     Fue pasando el tiempo y Fernandito -en adelante le llamaremos Fernando- cambió varias veces de coche y cada vez le fascinaban más, sobre todo, los deportivos. Y un día, por fin, consiguió tener un precioso modelo de los que en vez de correr, volaban. Y aunque siempre fue muy respetuoso con las señales y normas de tráfico, cuando se encontraba en alguna autovía o carretera amplia, con largas rectas, le gustaba poner a prueba su “bólido” y sobrepasó repetidas veces la velocidad máxima permitida, confiado en su condición de conductor, sin duda muy experto, y en la bondad de la carretera. Ello le llevó a ser multado algunas veces y hasta a perder varios puntos de su carnet de conducir. Sin embargo la experiencia adquirida con su deportivo le llevó a disputar algunas pruebas de velocidad a nivel provincial o regional, con notables éxitos que le fueron reconocidos por una importante escudería automovilística, la cual le envió una citación para realizar unas pruebas como piloto de carreras en un circuito situado en las afueras de su ciudad. ¡Vaya suerte!, pensó Fernando. Era el sueño de su vida: ser piloto de un coche de carreras e incluso de un Fórmula 1. Y ese día, por la mañana temprano, tuvo que esperar al camión grúa que le llevó al taller, para reparar un coche casi destrozado y con evidentes manchas de sangre como consecuencia de un accidente con posibles víctimas mortales, lo cual, le hizo perder tiempo y retrasarse en salir hacia el circuito citado. Todo ello aumentó su estado de nerviosismo y ansiedad y a toda prisa se dirigió al lugar de la cita y quiso la suerte que se topara con un atasco monumental, en el que quedó atrapado, sin remedio, durante bastante tiempo, sin mover su coche, excepto un momento en que se apartó como pudo para dejar paso a una ambulancia que se dirigía al lugar de un accidente. Oyó decir a gentes que pasaban, que en una rotonda cercana había ocurrido un atropello de dos peatones. Se sentía desesperado y se lo llevaban los diablos porque llegaba tarde a una cita tan importante para él, pero ello no fue obstáculo para que su mente le asaltara con infinitud de preguntas: ¿sería culpa del conductor?, ¿habría respetado las señales y normas de circulación?,  ¿habría dado positivo en un control de alcoholemia?

     Y su única conclusión fue que era seguro que el conductor que provocó tal accidente no había estudiado en la misma escuela que él.

     Pasó el tiempo y ya no tardó mucho en poder avanzar y seguir su camino. Al llegar al lugar del accidente, pudo ver con claridad a dos enfermeros, o tal vez médicos, haciendo la respiración boca a boca a las dos víctimas. De repente, en un instante de solo unas décimas de segundo, pasó por su mente una explosión de ideas y pensamientos, y utilizando sus reflejos de buen conductor, reaccionó y no dudó en dar la vuelta a la rotonda y volver atrás, en vez de dirigirse al circuito donde le esperaba la prueba tantas veces soñada por él.

     Y así se esfumó el gran sueño de su vida, del que  el despertar le devolvió de nuevo la tranquilidad, reforzando, sin duda con ello, su prudencia y su sensatez.

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