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PUEDE SER...
(por Gaspar Llorca Sellés)
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Soy grupo de testas rocosas con dureza diamantina. Un solfista tocayo, wagneriano de fe, nos sumergió en al agua bautismal, dándonos la gracia de Diapasón, por formar un aritmético de cinco tontos y dos semitontos.
Los congéneres nos producen congestión, por lo que la convivencia a pesar de su consenso se nos apetece nula de virtudes y escasa de efectividad, viéndonos abocados a vivir con arreglo a nuestras originarias normas. Deambulamos por la calle, bastión abandonado y olvidado, antes sostén de juegos infantiles, reemplazados con los nuevos técnicos; gamberreamos por ella ante la admiración ajena, el miedo y la envidia y somos ingenuamente felices.
El ocio abona nuevos entretenimientos y esparcimientos, surgiendo maledicencias entre risas y jactancias, que junto a fáciles murmuraciones el río callejero arrastra hacia otros confines, dejando sus lastres en cualquier recodo donde el mal gusto televisivo recoge con regocijo y sirve a las fauces sedientas de los otros que nos tildan de escoria y buscan leyes para eliminarnos, ignorantes de que si lo consiguen perderán esos bocados gustosos con los que disfrutan y alimentan sus almas sedientas de grandezas espirituales falsas y masoquismo.
Practicamos el deshonor, lo inventamos mejor dicho, pues en su cálculo queda lejos, a muchas millas de la realidad. Juramos ante nuestro orgullo que ningún miembro puede ser dueño de valor alguno, de esa forma estaremos limpios de egoísmos, a salvo de la avaricia y la mala piedad.
Nos apropiamos de nuestras necesidades con espíritu libre, salvándonos de ser cómplices del latrocinio del inmoral comercio. Despreciamos a los más necesitados por no rebelarse contra sí mismos, y aceptar sumisos su miseria heredada seguramente desde hace muchas generaciones. Nunca les llegó el momento y si alguna vez se vislumbró se inventó un engaño, una guerra y fueron arrojados de nuevo a la basura.
Somos parias, sin daño ni engaños. La sociedad en su complejidad presenta múltiples formas y maneras, y muchas, muchas no son justas ni rectas, pero ella misma nos obliga a aceptarlas y admitirlas aunque vayan contra nuestros principios porque nos han metido en ella sin nuestro consentimiento y tenemos que aceptar padres putativos que no nos van ni nos vienen, y aceptar su desprecio y pagar su tributo que ya sufrieron nuestros verdaderos progenitores.
Nos hemos refugiado en la idiotez y nuestra ignorancia, circunstancias que nos legitima a desarrollarlas con toda satisfacción y llenos de fe. Somos fieles y buenos herederos y procedemos con todo ahínco a la conservación de estos bienes que nos dieron y nos hacen diferentes.
El otro día, en nuestra tribuna, un político y un jurista, rellenaban su solicitud de ingreso, no sabían como expiar su aportación a la sociedad que les avergonzaba. Terminada y firmada, se les devolvió por inacabada, más del 50% lo habían dejado en blanco. No comprendían las preguntas del formulario, y llorosos solicitaron una ayuda, una influencia; se les hizo ver que no estaban preparados para su ingreso que su estado de podredumbre moral era altísimo, que la ambición los había contaminado y esto podía peligrar y traer contagio a nuestros principios. Fueron rehusados por unanimidad y se les aconsejó que intentaran lavarse en algún río humanista que les limpie de esa lepra a que lleva la codicia y la envidia.