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Recuerdos de invierno: Tía Carmen

Antonio Aura Ivorra ____________________

 

 

 

 

Tía Carmen vivía en un pueblecito de montaña tristón y solitario. Solitario y bajo un cielo a menudo oscuro y llorón que atemorizaba al descargar su llanto con intensidad en primavera, aporreando vista y oídos con rayos fulminantes y estruendo atronador, que tía Carmen, refugiada en la cueva de la vaguada cercana, veía y escuchaba sorprendida en su regreso a casa.

 

     Durante el invierno, cuando el cielo plomizo y la atmósfera en calma anunciaban nevada, sus habitantes permanecían tranquilos y bien avituallados en sus casas avivando el hogar, preparados para la incomunicación. Las callejuelas, sin asfalto y con rodadas, cubrían sus heridas con el manto níveo e inmaculado todavía sin hollar. Y las chimeneas testimoniaban la vida de cada casa habitada, que a falta de televisión se agrupaba al anochecer junto al fuego en tertulia familiar y algún cuento para los niños, de autor desconocido,… “Dinos, Enrique, ¿quién ha robado la Custodia?”… fascinados todos por el fulgor de las llamas.

 

     Junto al banc dels cànters - la cantarera -, tras la puerta de entrada a la derecha, muchas casas disponían de un grifo que las dotaba del agua potable recién traída al pueblo. Por razones de economía –costó lo suyo la instalación en tiempos de penuria- era el único disponible en toda la casa, situado sobre una pileta de granito que servía de fregadero y de incómodo lavabo a falta de ducha. En el extremo opuesto, a la izquierda, alguna contaba con un escotillón que daba acceso a la escalera del sotanillo, utilizado como bodega.

 

     Al calor de la leña estaba la pieza principal de la casa. Allí, en una mesa cuadrada,  -cuatro patas de madera sosteniendo el armazón sobre el que descansaba una piedra de mármol blanco veteado, de Macael tal vez, cubierto en ocasiones por un tapete de hule verdino y olor característico- era donde se comía. En lo alto, sobre ella, una bombilla protegida por un platillo de papel carrujado pretendía ser lámpara. El espacio, que no habitación, sin puertas y adornado tan solo con un almanaque colgado en la pared junto a la chimenea, estaba situado al fondo a la izquierda según se entraba a la casa.

  

     En el desván se guardaban en ristras ajos, cebollas y productos de matanza más que suficientes para aguantar una buena temporada; y en sacos de arpillera, las lentejas, los garbanzos y las judías. En algunas casas, en el sotanillo, donde lo había, no faltaba ni el tonel de vino de elaboración propia ni las conservas, -botellas de pimientos y tomates sometidas al baño María y tarros de exquisitas confituras-. Tía Carmen poseía una habilidad especial para elaborarlas con las sabias recetas del pueblo, sin conservantes ni colorantes.

  

     La casa de tía Carmen permanecía siempre abierta cuando llegaba el buen tiempo y regresaban al pueblo los que habían emigrado en busca de un futuro mejor. Era mujer conocida por todos, cuya reciedumbre no estaba reñida con su nobleza; alegre y dicharachera, siempre estaba dispuesta al parloteo con los recién llegados:

 

     -¡Eh! ¿Ja esteu aci? Passeu a menjar-vos un pastisset, que ja és vespra de festes… ¿y una misteleta?

   

     Era la semana de mayor bullicio en el pueblo. Nadie sabía cómo, pero una semana antes de las fiestas ya estaban encaladas las fachadas, engalanadas las calles con banderetes y las verjas con el rojo intenso de geranios, adornada la plaza con macetas, localizados allá en el río seco el baladre y la murta para el día de la procesión, y previsto también el estreno de traje, corbata y zapatos en la misa mayor, que servirían ya para todos los domingos del año, alguna boda o entierro, y para algún viaje, ¿quién sabe?, a la capital.

  

     En la tahona trabajaban a destajo. También desde la semana antes de fiestas todas las mujeres del pueblo habían preparado sus toñas, magdalenas y mantecados, rollitos de anís, pastelillos de boniato y otras delicias, que ofrecían generosamente a cualquier visitante en bandejas primorosamente adornadas con encajes de ganchillo. Nadie parecía extraño por esas fechas.

  

     Hasta que volvía la calma. Tan de repente como había llegado, la gente desaparecía y el pueblo quedaba de nuevo tristón y solitario. Solitario bajo un cielo oscuro y llorón, mustio. Allí se quedaban el tío Quico, el tío Ximo, Vicent y algunos más como ellos, todos ya de edad madura, sentados en el banco de la plaza tomando el sol el día que lo hacía, con la gorra encasquetada y viviendo las horas recordando el pasado mientras sus mujeres en casa – las que podían- preparaban las lentejas de mediodía. Y los pocos jóvenes, carentes de expectativa, al campo. La escuela era unitaria, suficiente para atender a la docena de niños en edad escolar.

  

     Pero transcurrió el tiempo. Y la bonanza económica animó el regreso de sus gentes, la restauración de las casas, el asfaltado de carreteras, la mejora de calles y caminos rurales y la modernización de las comunicaciones. Poco a poco, por los alrededores surgieron urbanizaciones con residentes extranjeros y hasta un polígono industrial que facilitó el establecimiento de empresas y la creación de puestos de trabajo. El pueblo fue creciendo lo que tía Carmen y sus coetáneos, ya ausentes, nunca pudieron imaginar: El alguacil de antaño dejó paso a un cuerpo de Policía Municipal bien dotado de personal y de medios materiales; se creó un servicio de limpieza y recogida de basuras y empezó a hablarse del medio ambiente; desapareció la “Casa del médico” y se inauguró un “Centro de Salud”; cesó el sereno y se instalaron los servicios de “Protección Civil”, siempre presentes ante cualquier contingencia; la casa parroquial dejó de ser centro de reunión al inaugurarse una “Casa de Cultura” dotada de salón de actos, biblioteca y locales para la banda de música, antes exigua y sin futuro y ahora dirigida por un titulado y con una elevada cantidad de educandos que aseguran su permanencia. Se extinguieron las acémilas y aparecieron las furgonetas. En la población ya no se habla solo la lengua vernácula sino que también es habitual oír algunas extranjeras. Y el servicio de autobuses mantiene comunicación con la capital cada hora.

 

     Los chavales crecieron inmersos en el cambio radical que influyó en sus formas de vida y relaciones, al tolerárseles más licencias.

  

     Hoy, no solo son del pueblo los allí nacidos sino también los que se establecieron, contribuyendo con su esfuerzo a ese progreso que instaura nuevas normas de convivencia, cambia hábitos y exige adaptación.

   

     Quienes conocieron aquellos tiempos guardan en su memoria esas imágenes impregnadas con el perfume de tocino a la brasa o pan enhornado que inundaba las calles en algunos momentos del día, o con el sabor del pan y chocolate de merienda a la salida del colegio; o cuanto menos, el crepitar de la leña al arder en el hogar escuchando de la boca mellada de tía Carmen el “Cuento recuento…” y las risas que provocaba en la chiquillería su forma de contar… Momentos inolvidables.

 

     Si tía Carmen levantara la cabeza y mirara a su alrededor, no podría salir de su asombro y diría: “Este no es mi pueblo”. Y seguiría, como está, dormida en la paz eterna.

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