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Pascualico (2ª parte)

Maria Teresa Ibáñez ____________________

 

 

 

 

Lo primero que hacíamos mis hermanos y yo al llegar al Carrascal era ir a casa del guarda y pedirle que nos hiciera un columpio. Él lo sabía de siempre y enseguida sacaba un capazo de esparto, seguramente hecho por él en las tardes largas, frías y oscuras de invierno. En sus asas ataba unas gruesas cuerdas que luego sujetaba en la rama más fuerte del olmo más grande de los que había delante de la casa. En el fondo del capazo poníamos un cojín para no hundirnos demasiado y allí, sobre todo al principio, nos pasábamos el rato meciéndonos alto y fuerte, hasta poder tocar con las puntas de los pies las temblorosas hojas del olmo.

 

     Pascualico era un hombre feliz a pesar de tener tan poco, solo las burras, la perra, la gata y sus gallinas, porque la casita en que vivía era de la finca, lo mismo que el trozo de huerta en el que cultivaba sus verduras y en donde, a veces, sembraba tabaco, que después ponía a secar delante de su casa. Cuando la guardia civil aparecía con sus caballos haciendo su inspección por las fincas de la sierra, él recogía y escondía rápidamente el tabaco.

 

     Pues todo esto era lo que tenía además de su libertad, que se veía un poco cortada cuando aparecía mi abuela Matilde con sus hijos y nietos para pasar el verano. Es verdad que tenía más trabajo, pero también parecía que se alegraba porque se rompía la rutina y la soledad que también compartía con los medieros.

 

     Estábamos a media mañana debajo del olmo grande; mis tíos hablaban de caza o de cosas que yo no entendía; mi madre y mis tías de recetas de cocina, de labores o de cualquier otra cosa, porque eran cultas y leídas. Los chicos jugaban al fútbol y mi hermana Nati, poco menor que yo, se inclinaba sobre una mata de cardo para coger una mariposa dorada como sus tirabuzones. Yo escuchaba a los mayores, me gustaba escuchar.

 

     Se oyó una voz de hombre que cantaba a lo lejos y se vio surgir de entre los pinos una figura pequeña que se iba agrandando con cada paso. Era Pascual que volvía de hacer su ronda subido en su burra. Uno de mis tíos dijo, como si hablara consigo mismo: “Me cambiaría por él.” ¿Cómo podía mi tío decir una cosa así? ¿Por qué quería cambiarse por el guarda? Mi tío tenía una hermosa familia y una prestigiosa carrera, y el cariño de mucha gente porque era una buena persona que ayudaba a los demás siempre que podía. ¿Por qué, entonces, envidiaba en cierta manera a Pascualico? Yo entonces no lo entendía, pero sí más adelante. Mi tío era una persona buena y sensible, había sufrido mucho durante la guerra y después ya no fue el mismo. Tenía depresiones con frecuencia. Cuando comprendí todo esto me vino la memoria ese cuento tan conocido del “hombre feliz”. De ese príncipe enfermo de melancolías para el que no encontraban ningún alivio.  Llegó un sabio y dijo que solo se curaría cuando se pusiera la camisa de un hombre feliz. Su padre, el rey, mandó a sus heraldos a buscar a ese hombre por todo el reino. Cuando al fin lo encontraron, vieron con tristeza que no tenía ni camisa.

  

     Pascual sí tenía camisa, pero poco más. A veces decía: “Entre don José del Campo y yo tenemos muchísimo dinero.” No decía ninguna mentira, solo que él, a lo mejor tenía dos duros y don José del Campo muchos millones.

 

     Salía a la puerta de su casa, se sentaba en el poyo adosado a la fachada, con un salero pequeño al lado y allí, de cara al sol y a los montes, se iba comiendo un trozo de pan y un tomate recién cogido de su huerta, que iba cortando con su navaja. Se lo comía tan a gusto que parecía que comiera jamón de jabugo. Los niños lo mirábamos y nos relamíamos e íbamos a casa diciendo a mamá que queríamos merendar lo mismo que Pascualico.

  

     En los atardeceres fríos nos gustaba ir a su casa y sentarnos junto a la chimenea, que era muy grande, y mientras nos oía hablar él se iba preparando la cena. Ponía un puchero de barro pegado al fuego y mientras se calentaba el agua partía en un plato que tenía entre las rodillas una patata, unos trocitos de pimiento, tomate, unos ajos, una ñora, un trocito de bacalao y un chorreón de aceite crudo; de vez en cuando lo probaba y decía: “Desde que la madre es madre, que no he hecho unas patatas tan buenas.”

  

     Sabía disfrutar de las cosas sencillas y cotidianas. A mí, el campo, entonces, me parecía muy bonito y bucólico. Después me fui dando cuenta de lo duro que debía ser vivir allí, sobre todo en invierno, con esas fuertes nevadas y esos días oscuros y cortos y con tan pocas comodidades. Los hombres, el mediero, el guarda, el pastor etc., me imagino que se distraerían haciendo pleita, capazos, cuerdas o encordando esas sillas bajitas que tenían para acercarse al fuego o comer alrededor de la sartén. Pero las mujeres no sé cómo se entretenían.

 

     Luego venía la primavera y empezaba la actividad y los trabajos pesados, pero no había maquinaria como ahora y todo se hacía a mano: se labraba surco a surco con las mulas, se segaba y se trillaba de una forma ahora primitiva.

  

     Las ovejas las debían de esquilar en primavera, pues lo vi hacer muy pocas veces. Una de ellas estaba con mi hermana Nati. Tendríamos entre cinco y siete años. Estábamos embobadas viendo como aquel hombre rudo con aquellas enormes tijeras iba dejando a las ovejas mondas  y lirondas como si fueran naranjas. De pronto, ese hombre dejó a la oveja que había terminado de pelar, cogió a mi hermana Nati del brazo y dijo: “Ahora le toca a esta.” ¡Qué bruto! ¡pobrecica mi hermana! Se hizo pis encima.

  

     Cuántos recuerdos se van acumulando en nuestras mentes a través de los años. Con unos nos reímos y con otros lloramos, pero aunque a veces sea un pesado equipaje, creo que nadie quiere renunciar a ellos.

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