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José Miguel Quiles
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Doña Amparo y el último cuplé

José Miguel Quiles Guijarro ____________________

 

 

 

 

Doña Amparo era una de esas vecinas de patio central que cada mañana veíamos en la galería haciendo la colada (en aquel tiempo la colada y el chocolate se hacían a brazo) y cantando “La Bien pagá” o “La Canción del Cola-cao” (“Yo soy aquel negrito…”), era una de esas marus maduras y entrañables, de las de antes, que de ventana a ventana explicaban, cómo se hacen las croquetas de bacalao.

   Era viuda doña Amparo, su marido D. Fausto había tenido un comercio de tejidos y por eso la llamaban la “tejedora”. Le asomaban a veces  ínfulas de ser persona de peso y suposición. “¿Mi marido? Mi marido vendía genero fino… le vendía a gente bien de Alicante… ya lo creo”. Doña Amparo andaba en un equilibrio entre una pretendida distinción y una agradable vulgaridad,  llena de matices y simpatías. Tenía, según decía, un hijo en Barcelona   “Muy listo, trabaja en un banco…”

    A veces doña Amparo proponía a mi madre ir al cine y me iba con ellas y aquello para mí era una tarde de fiesta grande.  No es que fuera la mujer una enamorada del séptimo arte,  lo que le atraía era la dulzura de verse ella elegante y con buen porte, salir de la grisalla de la galería y la ropa sucia, ir a la peluquería y arreglarse la figura.  Así que a primera hora de la tarde venía a casa toda altiva y flamencota, enfundada en su chaquetón nuevo y su pañuelo al cuello, con un peinado alto, a lo pompadour, muy señorona. “¿Nos vamos…?” Para mí doña Amparo era un vivero de curiosidades, reforzaba la palabra con un gracioso y apropiado revoloteo de manos y con gran riqueza de muecas y dengues, muy diestra en el manejo del abanico que plegaba y desplegaba a conveniencia del punto y argumento de su charla, aquel abanico parecía tener sujeto, verbo y predicado propios.

   Y en el año 1957, se estrenó en Alicante “El último cuplé”. Era esta una película que se veía una y otra vez y nunca cansaba, sobre todo era una película de abuelas, a las abuelas les encantaba la Sarita. Para mí ver “El último cuplé” con doña Amparo era un verdadero goce, hay pequeños placeres que solo se pueden disfrutar en la infancia.  Doña Amparo, cuando se ponía guapetona, olía muy bien, una mezcla de naftalina y Embrujo de Sevilla, olía ciertamente a teatro y a cuplé; comentaba la película en voz alta, no lo podía remediar, sufría y gozaba con María Luján (Sarita Montiel) como si todo le estuviera ocurriendo a ella misma, le daba con el codo a mi madre y decía:

- Mira…a esta se ve que le gusta el torero…” “… Esta es la novia del chico, se ve que lo quiere, la pobre…” “Ahora es cuando ella canta fumando espero…está esperando al torero…” – y oyéndola los hechos tomaban una realidad y una fuerza especial.  

    Cuando doña Amparo se sentaba en la butaca,  del golpe seco del trasero en el asiento las tetas se le balanceaban durante una fracción de segundo, como dos flanes grandes, hasta que se aposentaban y era entonces cuando ella abría con un clic un bolsito de mano de su regazo y me daba 30 céntimos “toma, José, cómprate panchitos…”

   El tiempo, pasó página en la vida, (el tiempo al final todo lo termina jodiendo), doña Amparo cayó en una decadencia irremediable: salía a la calle a comprar el pan despeinada y en chancletas porque se le hinchaban los pies y  un buen día mí madre en la mesa nos comentó:-

    - Se han llevado al asilo a la tejedora, la pobre iba diciendo que no podía ir a ningún sitio porque tenía la comida al fuego… - nunca más la volví a ver, nunca vimos a su hijo, el de Barcelona, el que trabajaba en un banco. Lo que si he vuelto a ver es el “El último cuplé”, pero sin aquella luminosidad, ni aquel encanto con que lo veía con doña Amparo. Aquellas tardes tenían el sabor del cuplé.

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