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ESTAMPA HOGAREÑA
 
La estancia era cálida: pavimento hidráulico y chimenea acogedora de ladrillo refractario; paredes enlucidas y encaladas.

Un cordón trenzado y picado de marrón, trepaba por la pared y recorría el techo hasta alcanzar y sostener una bombilla, que única y debilitada por su catarata de suciedad, lánguidamente la iluminaba. Cubierta con una especie de platillo de papel carrujado revestido de tul arácnido y sujeto al portalámparas, sucio, repleto de polvo y de moscas ya fósiles, resolvía su estética sin fortuna.

Una mesa camilla, vestida con tapete de caprichosos calados de ganchillo y faldón verde ocultando el brasero, amueblaba la zona de estar en el ángulo derecho próximo a la chimenea. En el centro, una sencilla mesa cuadrada procedente de la generación anterior: armazón de madera con cuatro patas cubierto con piedra veteada, de mármol de Novelda. Hasta seis comensales podía acoger. Y justo enfrente de una descolorida Exposición Universal de Barcelona, la Última Cena pelada y sin brillo presidía el cuarto colgada en la pared. (Sus personajes, gesticulando, parecían preguntar con sus miradas “¿quién es el traidor, quién?”) Seis sillas con asiento de enea completaban el mobiliario.

En la calle, con los amigos, había merienda; todos, como todos los días, pan y chocolate. Y juegos: canicas. Pero con huesos de albaricoque. Y en torno a las siete de la tarde, retirada general y cada uno a su casa, a por los deberes. Acompañados por algún “Roberto Alcázar” camuflado entre sumas y restas, lectura y copiados caligráficos -tarea escolar que había que preparar para el día siguiente-, anochecía.

Julia preparaba la cena: Animada por la llama del hogar, escampaba las brasas y colocaba con hábil manejo de las tenazas dos trozos de tocino y unas alcachofas salpimentadas y untadas con aceite de oliva. Cubría la mesa con un tapete a cuadros verdiales, de hule, de olor característico, y pregonaba: ¡A cenaaar...! ¿Ensalada? de tomate y pimiento verdes en salmuera, cebolletas en vinagre y unas aceitunas partidas con ligero sabor amargo que estimulaban el apetito; todo de elaboración casera y conservado en garrafas de cristal. ¿El vino? De pasto; tintillo y seco; del terruño. Y en porrón. ¿El pan? en hogaza casera; de harina candeal amasada allí mismo y enhornada en la tahona del pueblo.

-¡Alejandro, hijo!, recoge tus cosas que vamos a cenar.

Y pausadamente y con desconcierto, Alejandro introducía sus desgastados “Alpino” y el borrador en el plumier, y la libreta y la enciclopedia “Álvarez” en la cartera, de cartón, que este año había recibido de los Reyes Magos sin mucho entusiasmo. -Yo quería una bicicleta-, decía.

La familia, humilde, subsistía con el escaso jornal del padre dedicado a labores agrícolas, y la muy limitada cosecha que obtenía de un exiguo bancal de regadío heredado de sus mayores.

Y así fue. Y llovió, y llovió. Pasó el tiempo. Envejecieron los padres y maduró el hijo. Y seguirá pasando el tiempo. Y con otros escenarios, se renovará el vivir.

 

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