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EL QUE QUISO NO NACER
 
Se había conseguido casi todo. Los nacimientos de seres modélicos estaban rigurosamente controlados. La planificación de su existencia obedecía a unas necesidades de la comunidad que, a su vez, convergían en su propia felicidad. La perfección de aquella sociedad había costado muchos siglos de luchas y rencores, de injusticias y algo nefasto había desaparecido: La genialidad de los seres elitistas que basaban su éxito en la mediocridad de la inmensa mayoría.

Desde el último lustro todo funcionaba a la perfección gracias a los conocimientos sobre el genoma humano y a las computadoras que permitían, sin esfuerzo alguno, entender los misterios insondables de la creación.
Los más escépticos, no obstante, pensaban que se estaba muy lejos del verdadero conocimiento y cuanto más se avanzaba el horizonte de la ignorancia se hacia más amplio.
”La vida es química pensante”, dijo un sabio y otro añadió: “El día que los ordenadores nazcan de un plasma seremos como dioses”.

En esta faceta de definiciones más o menos afortunadas estábamos, aunque en realidad solo habíamos avanzado un poco, lo suficiente para creer que la humanidad era capaz de resolver todos sus problemas. Los hombres tenían garantizado el derecho a la vida, a pensar libremente, a elegir un trabajo bien retribuido e incluso a amar.
Un grupo especializado llegó más lejos y estableció un sistema mediante el cual se pudiera saber, incluso antes de ser fecundado el óvulo, si la criatura por nacer quería realmente ser persona.

Todo comenzó cuando una científico procedente de las viejas escuelas se alarmó del comportamiento atropellado de los espermatozoides y la violación que supone que el más fuerte o bruto sea el que antes llegue, sin tener en cuenta para nada la actitud obligadamente pasiva del óvulo. Con toda probabilidad no era el mejor método y ese primer momento de la existencia no puede parecerse a lo que los más viejos contaban que sucedía el primer día de rebajas en los grandes almacenes.

Después de concienzudos trabajos de selección se acabó con el brutal sistema basado exclusivamente en la fortaleza. Algo evangélico rodeaba la idea, “los últimos podrían ser los primeros”.

¡Aleluya ! ¡ La gran revolución había llegado!
Por fin lo habían conseguido. El óvulo podía aceptar e incluso elegir el espermatozoide. La noticia fue primera plana de los periódicos y abrió todos los telediarios del mundo. Los científicos siguieron explicando que durante la gestación se irían incorporando los factores minerales necesarios para la perfección de aquel ser, incluso se le había consultado sobre sus preferencias artísticas e intelectuales de forma que su cerebro se interconectara del modo mas adecuado.

La doctora Gómez, pelirroja, de ojos verdes, responsable del proyecto, estaba exultante. De improviso el ordenador del laboratorio dio una señal de alarma. Algo no iba bien. Apareció un breve mensaje encriptado que no entendían. No tenía sentido. Se usaron todos los traductores multilenguas y al final resultó ser un modo coloquial de la baja Andalucía y más o menos decía así:
Ozú, estoy ya hasta los cohones, no quiero nacer.

Se hicieron las oportunas averiguaciones para saber si obedecía a un bromista, pero no, había un gen calé de pura cepa y otro procedente de una familia aristocrática de Jerez, que despejaba cualquier duda. El peligro de las violaciones de óvulos, habidas en el pasado, traían estas consecuencias desagradables.

Aquella sociedad casi perfecta había llegado a uno de esos momentos estelares en los que se decide el porvenir de la humanidad. De un lado no podía destruir “aquello” que ya pensaba, de otro, confesar lo que estaba pasando, cuestionaría muchos años de trabajo, aparentemente bien hecho, y mucho dinero gastado, de manera evidente.

La doctora Gómez cayó abatida sobre su mesa de trabajo.
La doctora Gómez era de esas mujeres ante las que un hombre duda siempre cual debe ser el modo de tratarla. Su anatomía y su inteligencia iban parejas, de suerte que lo sentido por el corazón teme uno que pueda quedar por debajo de su inteligencia y lo que se le ocurre a la cabeza esta muy lejos de lo que desearía nuestro corazón.
En este tipo de dudas se movía siempre su ayudante Fernández que, dos años mas joven, la admiraba extraordinariamente. Fernández se hizo un lío, trató de reanimarla de todas las maneras, incluso las menos científicas. La doctora Gomes se fue recuperando poco a poco y descubrió la calidez de su ayudante. Nada de lo ocurrido estaba en el plan de trabajo.
Era necesario ganar tiempo y enviaron el siguiente mensaje al nuevo ser: Haremos lo posible por complacerlo pero en estos momentos estamos muy ocupados examinando su caso, rogamos nos disculpe.

Luego, haciendo de cobayas, se pasaron dos días revisando métodos de fertilización, incluso a la vieja usanza. (Nadie supo qué había querido decir Fernández en la siguiente anotación del libro de trabajo: “Es pelirroja de verdad”. Los enamorados tienen su modo personal de matizar incluso los colores).

Fueron conservadores y la doctora Gómez vio premiada su profesionalidad con el alumbramiento de trillizas pelirrojas de ojos verdes. El éxito obtenido por la doctora Gomes y su ayudante Fernández con la técnica tradicional fue recogido y explicado minuciosamente en los congresos que se celebraron aquel año, con gran aceptación científica y práctica de los asistentes.

El ovocito, cansado de esperar, siguió su rumbo y de mayor “el sistema” le consiguió un buen destino de consejero en una entidad en compensación de su frustrado deseo, no quedando historia alguna de su existencia.

Y así terminó aquel proyecto de sociedad perfecta y aburrida. Deo gracias.

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