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MIGUEL, LA CESTA Y EL CANARIO
 
María Luisa Gómez Soubrier había sido elegida para representar a Murcia en una fiesta que se celebraría en el Pilar de Zaragoza, a la que acudirían representantes de todas las provincias españolas.

Su abuela, María Luisa Soubrier Zarandona, casada con Juan Gómez Jiménez de Cisneros, quiso bordarle un traje regional de lujo y le pidió a mi entonces novia que le ayudara, pues aquello llevaba tantas lentejuelas y adornos que, para ella sola, resultaba una tarea muy difícil.

Mi novia accedió a ello y marchó a Murcia. Vivían en la Plaza de Santo Domingo y, con objeto de contentarme, me invitaban los domingos a pasar el día. La familia Soubrier tenía una finca en San Javier, “El recuerdo”, y en esta casa pasaban largas temporadas, sobre todo don Alfonso Soubrier García de Alcaraz, persona muy conocida, pues sus antepasados eran Camareros de la Santa Cena desde hacía varias generaciones. Ahora lo es su nieta María Luisa.

Al saber don Alfonso que el siguiente domingo iría yo a Murcia, me anunció que mandaría a su labrador para que me diera un encargo para su hija. Efectivamente, al llegar el autobús que me conduciría hasta la estación de Balsicas, dónde debía tomar el tren para Murcia, me encontré con Domingo, que así se llamaba el labrador, y me dijo que ya le había entregado la cesta al conductor, que me la daría en Balsicas.

Cuando salí de sacar el billete, y ya en la estación, me encontré en el andén con una cesta de mimbre llena de productos del campo que apenas podía sostener. Era tal su volumen que no tenía donde colocarla, por lo que tuve que dejarla en el pasillo del tren y vigilarla desde mi asiento.

Ahora viene lo bueno. Cuando llegué a la estación de Murcia y logré bajar aquella enorme cesta, todas las galeras que prestaban aquel servicio se habían marchado ya, y entonces me tuve que ir andando desde la Estación a la Plaza de Santo Domingo. Era tal mi pesadumbre que hubo momentos que estuve tentado de abandonar la cesta.

Llegué para entregar mi alma a Dios, subí en el ascensor y salió a recibirme una muchacha del servicio de la casa que me preguntó si yo era el novio de Pepita; me introdujo en un amplio salón que daba a la Plaza y me dijo que esperara allí, que iba a avisar de mi llegada. Desde aquel enorme salón, situado en la rotonda, se dominaba una panorámica excelente de la ciudad y yo fui dando la vuelta, distraído en la contemplación de tan bellas vistas.

En esto aparece el dueño de la casa, un ilustre caballero por el que yo sentía un gran respeto. Como es natural, me puse en pie para saludarlo, sin darme cuenta de que, en esos instantes, estaba sentado debajo de una jaula y, al incorporarme, le di con la cabeza y me tiré encima el agua y el alpiste, que en dos recipientes mitigaban la sed y el hambre de un canario. El señor, en vez de soltar una carcajada, al ver mi azoramiento llamó a la muchacha para que me ayudara a quitarme el agua y el alpiste de mi traje dominguero.
No quiero ni recordar la sensación de ridículo que padecí en aquellos momentos, pues aún cuando los conocía, era la primera vez que visitaba aquella casa, y la situación no podía ser más embarazosa, sobre todo cuando mi novia salió y me vio de aquella guisa.
Hubiera querido que la tierra me tragara.

Dicen que uno no puede decir que tenga sentido del humor hasta que cuenta una historia de éstas en que tan mal y tan ridículo queda, y por ello traigo a estas columnas que tan gentilmente me cede JUBICAM.

 

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