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HA PASADO UN ÁNGEL
 
Sentado en banco de piedra con libro en la mano leía Agustín una novela romántica. Novela y ambiente trasladaban a tan sutil espíritu a un mundo de fantasía etéreo e inmaterial. La belleza de los colores fuertes de las embarcaciones que se bamboleaban a sus pies, el reflejo del sol en sus cubiertas, los mástiles cantando su balanceo y el airear de su banderita, junto con el revoleo de las gaviotas con un fondo de un cielo azul, arrebataban aquella alma cándida nacida fuera de época o de planeta. Sus miradas tanto las dirigía a las páginas como a la ensoñación ambiental.

Ensimismado en la lectura, recreábase en los dones divinos y humanos de la protagonista, personaje que era casi real ante aquel su mundo imaginario; donde los amores y la pasión que emanaban de aquel libro los sentía en su propia carne.
Y hallándose en aquel estado, sucedió que una hermosa quinceañera cruzó ante él y con una sonrisa en su boca fresca saluda al encantado Agustín que, pasmado y sin habla, clava sus ojos en aquella aparición y embelesado queda su corazón que le late presuroso y doliente.

¡Se ha salido de las páginas! ¡Milagro! Piensa en voz alta.
-¿Qué le ocurre? –Oyó que le preguntan-
Está Vd. pálido y fuera de sí. - He visto pasar un ángel
- Contestó o quizás lo pensó y no dijo nada.
- Gracias, me encuentro bien, ha sido un vahído pero ya ha pasado-.
Se levanta, vuelve a dar las gracias y con el libro bajo el brazo se pone a andar en la dirección tomada por aquella ilusión.

Se cruza con un conocido que le interpela:
¿Qué te ocurre, Agustín? Y la escena se repite pero esta vez no hay palabras y sigue su camino. Más tarde y cuando cree que se acerca a su destino tiene que pararse de nuevo, esta vez es un amigo el que le coge del brazo, al verle tan agitado y fuera de sí.
-¿Qué te pasa, amigo? ¿Huyes o persigues a alguien?

Sus intentos de desasirse de aquél son inútiles, lo tiene bien cogido y sin ánimo de soltarle.
-Contéstame y dime qué te pasa!

No pudiendo más el pobre Agustín dice con angustia:
- “Sigo a un ángel”, déjame, por favor.
- Pero a qué ángel te refieres?
- Ése que va ahí delante.
- Pero tú estás loco, esa niña va colocada, ¿no ves que es una yonqui?

La contestación que obtiene el amigo es un puñetazo en toda la cara que le hace abandonar la presa, momento que Agustín aprovecha para salir corriendo tras la joven.
La distingue a lo lejos y acelera sus pasos y cuando creía que iba ganando terreno, un coche la sube y desaparece tras doblar una esquina.

En la confluencia de la calle Mediodía con la de los Pinos, en la plaza del pueblo, bajo una escalinata con una fuente hay un bar que saca sillas y mesitas en aquel rincón. Allí se pasa los días el enamorado de Agustín, esperando tener suerte y poder volver a tener la visión que encandiló cierto día no muy lejano.
Se hace el café al principio de la mañana y toma su cerveza al mediodía, pero ella no aparece por el lugar. Los yonquis solían frecuentar aquellos sitios de pasada, y como estaba seguro de que su amigo le había mentido, se dedicó en cuerpo y alma a verificarlo, y si aquél tuviese razón estaba segura que sería un conjuro de los malditos envidiosos de lo que es puro y divino.

Esta mañana, estando de guardia como de costumbre, hay un revuelo al principio de la calle del Pino, de momento no le da importancia pero al aglomerarse gente que mira y luego se aleja, distingue a una mujer en el suelo, a la que protegen y cuidan dos melenudos, con un afecto que los transeúntes no manifiestan.
Mira, y le vuelve a ocurrir como aquel día maravilloso de su vida, aquel que era el mismo de ahora porque no podía repetirse:
allí estaba ella como dormida en un lecho de pétalos y flores, de su cabeza salía una luminosidad angelical.
Presuroso corre al lugar y, cogiéndola en brazos, empieza a besarla y acariciarla a pesar de la vomitera que le brota de la boca. Uno de los drogadictos coge a Agustín y con un empujón lo aparta, creyendo que la está perjudicando.
- ¡Por favor, una ambulancia! –grita Agustín que lucha contra todos- ¡Rápido, un médico!

Del mismo bar se hace la llamada a urgencias y al momento se oye la sirena anunciando la presencia del SAMU. El médico y una enfermera se hacen con la situación y son sus caras más que sus palabras las que anuncian que ya es tarde; una sobredosis, dice alguien.

Mientras no acuda el juez para levantar el cadáver, Agustín no se separará de aquel cuerpo que tiene cogido, al que le llora como a un niño.

Se han cumplido todos los requisitos judiciales y humanos –Agustín consigue un entierro con misa cantada-; nadie ha reclamado el cadáver; a la muerta no se le ha encontrado ninguna documentación; imposible comunicarse con algún familiar y sus compañeros han desaparecido, nadie sabe su origen.
Se le da sepultura en el cementerio del pueblo, en el panteón familiar de D. Agu, y hay una inscripción que dice:
Aquí reposa una ilusión.

 

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