Índice de Documentos > Boletines > Boletin Noviembre 2006
 

 LA VERDAD QUE LIBERA

 

–Maestro, ¿qué debo hacer para encontrar la Iluminación?

–¿Has desayunado?

–Sí.

–Limpia, pues, la escudilla.

Y el libro continuaba diciendo que el discípulo encontró la iluminación. Pero yo no llegué a explicarme la causa entonces. En el budismo zen, un koan es una especie de problema que formula el maestro a sus discípulos para que lo resuelvan. Aseguran los budistas que el koan está dentro de nosotros mismos, y lo que el maestro zen hace no es más que señalarlo para que podamos verlo más claramente que antes. Claro está que, para que el maestro oriente con acierto al discípulo, ha de conocerlo muy bien.

 

Mi posterior comprensión del referido koan de la escudilla la debo a un amigo que me regaló un libro titulado El tercer ojo: Según su autor, T. Lobsang Rampa, el varón tibetano lleva una vestidura voluminosa atada estrechamente por la cintura, de manera que la parte de arriba se abullona y forma como un bolsón donde, por ejemplo, un monje lleva todo lo que posee en este mundo, la escudilla y algunos útiles más. De este dato deduje que la iluminación alcanzada por el discípulo tenía que relacionarse con su actuación, puesto que, si tenía que guardarse la escudilla en su pechera después de desayunar, lo adecuado era limpiarla antes, antes incluso de ponerse a dar gracias.

 

Joshu Jushin fue uno de los grandes maestros zen de la dinastía T’ang, siglo XII, y fue también el primero que a una pregunta tan sólo contestara “¡Mu!”, un sonido sin sentido alguno que dificultaba más la interpretación del koan. Lo cierto fue que Jushin tuvo muchos seguidores con el ¡Mu!, ¡Mu! y ¡Mu! por respuesta.

 

Asegura el doctor Suzuki que, “por absurdo que pueda ser todo esto, es sólo nuestro hábito de conceptualización el que nos impide enfrentarnos a la realidad última tal como se muestra desnuda en sí misma. Lo ‘absurdo’ tiene en realidad mucho significado y nos hace levantar el velo que existe mientras permanezcamos de este lado de la relatividad”.

Bueno pues. Hace unos días, tras la misa aniversario del fallecimiento de mi hermano, quise saludar al celebrante, que era uno de los dos sacerdotes amigos míos desde la infancia. Y, en la sacristía, le dije que me interesaba conocer su opinión y le pregunté si había leído ya mi libro. Su reacción no me extrañó: Me tocó la frente y, no me dijo ¡Mu!, pero como si me lo hubiese dicho, porque soltó algo en latín que no entendí, ni accedió después a aclarármelo. Dicho suavemente: Eludía hablar de ello. Menos mal que ese hábito de conceptualización del que habla Suzuki no me ha impedido enfrentarme a la realidad desnuda: Mi amigo no se atrevió a decirme que no ha querido leerlo.

 

Y, aunque sé que me arriesgo a ser mal interpretado, creo que debo decir que mi amigo adoptó una decisión equivocada, no por falta de caridad –eso nunca–, sino porque tiene miedo y no lo sabe. Sólo la mente puede producir miedo, y más en un caso como éste, cuando están siendo sus pensamientos y no los míos los que le incomodan.

 

                                                                                              Matías Mengual

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