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UN  DÍA  DE  VERANO

 

Francisco Luis Navarro Albert

 

El sol, tímidamente primero y después con insolencia, entraba por mi ventana y jugueteaba sobre mis párpados con sus rayos dorados, como incitándome a abandonar el lecho, como diciéndome: “no pierdas el tiempo en la cama, que la vida te espera ahí afuera…”

No tuve mas remedio que levantarme y, arrastrando los pies como si fueran de plomo, realicé las primeras labores de higiene personal del día, de cada día durante…¿cuántos años? Me paré a meditar ¿por qué hago siempre lo mismo? Incluso el orden de ponerme los zapatos es siempre el mismo, sin que haya un motivo para ello.

En el jardín me esperaba la verde hierba todavía cubierta de las finas gotas del rocío nocturno. Pasé la  mano  por  el macizo  de  tomillo  y  lo llevé a mi rostro, evocando agradables paseos por el monte donde –aunque vuelva – ya nada será igual porque no podré recorrerlo con las mismas personas.

De entre los cipreses de la valla salió un enorme pájaro negro con el pico amarillo y, seguro en la distancia, se dedicó a picotear los piñones esparcidos por el suelo alrededor de una piña recién arrebatada por el viento.

Se oían ocasionales gorjeos  y, no muy lejano, el ruido de las máquinas que se afanaban en convertir metros y metros de fértil terreno agrícola en otros tantos de negro asfalto para que cada día podamos ir mas rápidos y llegar antes, aunque no sé para qué, porque ni viviremos más tiempo ni conseguiremos aparcar el coche con la antelación suficiente para llegar a tiempo a nuestras citas.

Miraba el limpio azul del agua de la piscina, a cuyo alrededor revoloteaba un grupo de golondrinas haciendo peripecias mientras capturaban (supongo) los insectos que se acercaban a beber.

La pequeña Sandra extendió su manecilla y las señaló con el dedo mientras, con cara de asombro, decía: “un pío, un pío”. No pude evitar retroceder en el tiempo hasta aquéllos felices años en que con nuestros niños, sus amigos, sus primos, celebrábamos alegres fiestas con carreras de sacos, tiro de cuerda…

¡Cuánto camino recorrido desde entonces! y cuántas veces se ha dejado escapar el tiempo como la fina arena de la playa se escapa de entre los dedos, porque  hemos tenido, casualmente, algo más importante, algo más urgente que hacer… Como si la vida misma en cada uno de sus momentos y circunstancias no fuera lo suficientemente importante como para vivirla, haciendo abstracción de esos reclamos que nos hemos inventado para complicarla y tener siempre a mano una excusa para eludir lo que es realmente importante.

Miré los pinos del jardín, con su grueso tronco y enorme altura, firmes en la tierra y bien arraigados, con sus ramas balanceándose bajo el influjo de la suave brisa y cubriendo con su copa la zona de descanso donde tantas veces disfruté de la siesta.

Pero hoy es hoy, y el sol que me alumbra no es el de ayer ni el de años atrás, ni yo soy el mismo; con más canas, menos dientes…  aunque quizá con más ganas de vivir. Si algo puedo decir es que, pese a todos los inconvenientes, no cambiaría mi vida por nada. ¿Acaso cada suceso, cada circunstancia, fuera agradable o dolorosa no ha sido como la levadura que ha fermentado en lo que somos hoy?

Mirando atrás en la biblioteca de la memoria creo que podría recordar cada paso, sobre todo los dados en falso. ¿Qué hubiera sido hoy de mí si en lugar de… hubiera hecho esto o aquello? Siempre que me hago esta pregunta viene a mi mente la respuesta que, en estas ocasiones, lanzaba un compañero de universidad, como queriendo zanjar el asunto: “si mi abuelo hubiera tenido ruedas, yo tendría coche”.

Así que recibamos hoy lo que tenemos, con agradecimiento si es un don, con humildad si fuere por méritos, con sencillez si acaso nos colocó en la escala social por encima de otros. Seamos con los que nos rodean tan condescendientes como lo hemos sido con nuestros errores y dejemos que aprendan de los suyos, porque sólo siendo imperfectos podemos intentar mejorar y, al igual que el verano se ve sucedido del otoño y cada estación sirve para renovar algo, simplemente dejemos que la vida nos muestre cada día la belleza, el dolor, la alegría, las luces y las sombras.

 

             Sin embargo, aunque nuestra situación física no sea la que quisiéramos, hagamos caso omiso a quienes dicen que “la juventud es una enfermedad que se cura con los años” y no tomemos remedio jamás para esa enfermedad, luchemos por conservar -al menos hoy- la ilusión que ayer nos permitió recorrer el camino que nos ha llevado a donde estamos.

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