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SIN NECESIDAD DE PREVALECER

 

El primer sorprendido del final de mi último artículo fui yo mismo. Me ocurrió como algunas veces pintando, que es el cuadro el que manda, el que me pide lo que tengo que hacerle. Y, si lo que pide es que no lo toque más, debo dejarlo. Dejé, pues, de escribir cuando intuí que sí, que podríamos sentirnos bienaventurados si lográbamos desprendernos de todos los aditamentos que falsearon nuestra personalidad. Ahora bien, ¿compartirán conmigo esta idea quienes creen que tienen una personalidad fuerte o que ésta no está pervertida? 

Seguro que la historia hecha de experiencias a lo largo de mi vida ha conformado mi personalidad tal como es; seguro también que la misma historia de experiencias mías, en otro cerebro, llevaría a diferente resultado, porque cada individuo tiene su carácter y posee un equipo neurofisiológico distinto. En cualquier caso, doy por acertada la teoría de que la tendencia de los padres en alentar cierto tipo de comportamientos conduce al niño a la anticipación de la recompensa y de los elogios. Me temo, pues, que, casi siempre, sea la voluntad del niño, no su entendimiento, el motor de sus acciones. Lo cual supondría que, al igual que la zanahoria que pendía del palo guiaba al asno, la expectativa del halago paternal nos condujo siendo niños hacia la primera experiencia de perversión. Perversión inocente y sin apenas importancia si se quiere, pero que, seguida de repeticiones a lo largo de la vida, pudo convertirse en uno de los primeros aditamentos deshonestos de nuestra personalidad. En psicología se afirma que nos molesta ver esta necesidad en los demás porque seguimos sintiéndola en nosotros mismos. Prueba de ello es que ciertas expectativas gratificantes siguen moviéndonos o tentándonos todavía. 

Otra consideración. Recuerdo que se me dijo: “Prever es prevalecer”. Un mensaje que, íntimamente, debí interpretar de este modo: “Si, antes de actuar no piensas en las consecuencias de tus actos, sufrirás muchos desengaños”. Y, como entonces supondría yo que nadie iba a saberlo, deduzco hoy que valoraría, más que los riesgos de futuros desengaños, la expectativa de prevalecer, de sobresalir y de imponerme a los demás. Decisión inocente y propia de un niño, sí, pero tan gratificante que me incitara repetidamente al disimulo y al engaño. La consecuencia pudo ser que, al acostumbrarme al uso reiterado de este recurso, acabara necesitándolo de vez en cuando 

Por eso, también se define la personalidad como el arte de aparentar. Pero, claro, por mal que lo hagamos, nadie nos silba por ello y, sin darnos cuenta de la vergüenza ajena que despertamos en el prójimo, seguimos torpemente dándonos importancia. Más saludable resultaría derribar la vanidad, destrozar la suficiencia y proscribir al ego, para dar paso a que lo verdadero, magnífico, justo y puro ocupe nuestro pensamiento. Tal vez así acabáramos convencidos de que es bienaventurado aquel que no tiene necesidad alguna de prevalecer.

 

                                                                                              Matías Mengual

 

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