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La Inmobiliaria         (2ª parte)

 

Manuel Gisbert Orozco

 

El Jefe, así le llamábamos, cuando hablaba de precios siempre lo hacia en pesetas, eso de los euros a pesar de haber trascurrido mas de cinco años desde su implantación todavía no lo había asimilado.

- ¿Entonces aumento seis mil a cada uno?, preguntaba la empleada.

- ¿Es eso un millón de pesetas? respondía el Jefe.

-  Exactamente son  6000... y pico.

- Pues eso...lo que te he dicho. A mí me gustan las cifras redondas. Un millón de pesetas.

Una vez, hacía ya bastante tiempo, hablando con un representante catalán había captado que “mica” significaba “poco”, y esa palabra como la de kilo eran las que más repetía.

“Hay que bajar los costes una mica”. “Esto es demasiado caro, diles que lo rebajen una mica”. Después de haber repetido la dichosa palabra una docena de veces, dejaba tranquilos a sus sufridos empleados y se despedía hasta el día siguiente.

El que llevaba el peso de todo el nego cio aunque en definitiva no decidía nada, era un chico joven al que el Jefe llamaba mi “lu-garteniente”, aunque  no  por eso estaba mejor tratado y, desde luego, no cobraba mucho más de lo que legalmente le correspondía.

 

En realidad era el prototipo del “tiralevitas” ó “Enriquito si señor” que parecía estar allí aprendiendo con la intención de independizarse algún día.

Cuando la promoción que se traían entre manos finiquitaba, la demanda estaba en pleno auge y urgía encontrar nuevos terrenos para continuarla. Llega un momento en que uno no puede encontrar una aguja en un pajar, porque ni la aguja cabía ya en tan mullido lugar. Localizar ese terreno se hizo más difícil que encontrar la celebre aguja, y a esa importantísima tarea se lanzaron todos. Encontrar terrenos disponibles. ¡Claro que los encontraron¡... pero ¡oh, Dios mío¡, a qué precios.

“Allí, en la quinta puñeta...¿y a ese precio? Se creen que soy tonto”. Decía el Jefe después de cada propuesta. El nunca podría comprender que habiendo estado engañando a todo el mundo, incluso a sus padres desde la tierna edad de siete años, iba a dejarse engañar él ahora. Seria incongruente, se decía a sí mismo, y aunque desconocía el verdadero significado de la palabreja, se relamía con ella y pensaba incorporarla al fondo de sus palabras favoritas que, con ésta, alcanzaban el elevado número de tres.

Un buen día el pelota de siempre lo recibió con gesto alborozado. “¡Por fin! una buena noticia”, pensó el Jefe al ver su bonachona cara. Su subordinado prácticamente lo arrastró hasta su despacho para, en tono misterioso y no sin antes observar que nadie les oía, confesarle que tenía que comunicarle una extraordinaria confidencia que había recibido. Tal vez porque no esperaba tanto se vio verdaderamente sorprendido cuando su lacayo le comunicó que existía la inaudita posibilidad de adquirir 120000 metros cuadrados por el irrisorio precio de 600.000 euros. A solo 5 miserables euros el metro cuadrado. El Jefe, que si no le hablaban en pesetas no se enteraba de nada, sí se dio cuenta que era menos de lo que le costaba la cajita de puros que se fumaba cada día. Así y todo solicitó confirmación.

- ¿En pesetas...?

- Unas 833- respondió el interfecto.

- !Vale¡- fue su rápida contestación.

A la subasta no acudió casi nadie, cosa rara teniendo en cuenta los bienes que se iban a licitar. Echó de menos al tiburón de Lorente, que nunca se perdía una, y eso le dejó una mala sensación en el cuerpo, aunque en el fondo se alegraba pues hubiese sido un rival peligroso y sin duda la hubiese encarecido. De los que estaban allí, todos ellos caras más o menos conocidas, no había nadie que tuviese los cien kilos que costarían los terrenos, y sin duda iban en busca de otras menudencias.

Los terrenos estaban dentro de la zona más antigua de una urbanización que albergaba más de tres mil viviendas. Nada que ver con el hábitat natural de alacranes y fardachos que tanto abundaba por estos lares. Y como a caballo regalado no había que mirarle los dientes, cerró la operación con una inmensa satisfacción y con la impresión de que por enésima vez había engañado a alguien.

Lo que menos podía suponer es que el engañado fue él mismo, pues lo que había comprado eran los viales de las casas construidas con anterioridad.

¿Pero qué había ocurrido realmente? Hacía varios años que la promotora de aquella urbanización, “Panorama de las bellas vistas”, había vendido las casas y cedido los terrenos al Ayuntamiento para su gestión. Esa cesión no se inscribió en el Registro por parte municipal y ahora formaba parte de un lote de bienes embargados a la susodicha promotora.

El lío que se armó fue de órdago. “Panorama de las bellas vistas” había desaparecido. Su acreedor, que en la subasta solo recuperó una pequeña parte de la deuda, no quería devolver el trozo de pastel que había obtenido. El Jefe alegaba que en la subasta se ofrecía el terreno bajo el epígrafe de “suelo rústico”, mientras la nota del Registro indicaba que se trataban de viales públicos.

“El Registro está para consultarlo”, decía uno. “Esto es un robo”, respondía el otro. Los vecinos no querían volver a pagar para recuperar unos viales que ya habían abonado cuando adquirieron su vivienda, mientras el Ayuntamiento abría expediente para averiguar cómo bienes públicos de este Consistorio habían ido a parar a un proceso de subasta, pero ya le echaba toda la culpa al alcalde que gobernaba entonces, una vez comprobado fehacientemente que pertenecía al partido que actualmente estaba en la oposición.

El “Correveidile”, que se veía con un pie en la calle cuando en realidad ya tenía los dos, trabajaba en un proyecto para tratar de sacarle un provecho a la cuantiosa inversión que había hecho su Jefe sin quererlo. Marcar una “zona azul”, gestionar vados y los permisos de circulación de los residentes e incluso la instala-ción en sus calles de un mercadillo popular los jueves de todas las semanas, fueron algunas de sus ideas.

Con esto no consiguió más que el Jefe adelantase su despido, evitase pagarle el finiquito y le lanzase a la cabeza un precioso y pesado tintero de cristal de Bohemia que había adquirido en una reciente visita a esa hermosa región, y que no le dio de puro milagro.

En realidad el Jefe pensaba recuperar ese dinero, cierto es que sería después de un largo y laborioso proceso que serviría para mantenerlo activo y en dura lucha los años que fuesen, al fin y al cabo no tenía otra cosa que hacer pues los negocios marchaban solos.

El dinero transitoriamente perdido no representaba ni una mínima parte del que tenía guardado dentro de oscuras botellas que debían contener vino y estaban estratégicamente situadas en su bodega. Lacradas y debidamente lastradas, para que el peso no las delatase, y que contenían en “Binladen”, cada una, el equivalente a diez millones de las antiguas pesetas.

Son tan caras que no se pueden beber, les había dicho en cierta ocasión a su familia, pero quiero que cuando muera brindéis por mí con ellas.

 

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