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           VIDA   SALVAJE           


Francisco L. Navarro 

     Veo con frecuencia documentales sobre la naturaleza y me subyuga ver los ingentes esfuerzos que realizan algunos países, incluso con economías más bien deprimidas, para salvar especies de plantas o animales de los que se considera que están “en peligro de extinción”.

     Contrastan estos esfuerzos con el desolador panorama que ofrecen grupos de seres humanos en los puros huesos, con los vientres hinchados por la desnutrición y comidos por las moscas, que se hacinan en lugares eufemísticamente denominados “campamentos” mientras esperan, con la mirada perdida, que la muerte acabe con sus sufrimientos.

 

     He pensado mucho en esta controversia. Luego, me he imaginado lo que podría llegar a ser el mundo si no protegiéramos adecuadamente las especies salvajes y he llegado a la conclusión de que sería desolador. Perderíamos la oportunidad de contemplar la belleza, fiereza, agilidad... y, tal vez, otras cualidades que para sí quisieran los humanos.

 

     Siguiendo con mis pensamientos he intentado llegar a la razón por la que dedicamos tantos esfuerzos en ayudar a la fauna salvaje y tan pocos en salvar a la especie humana.

 

     Y, al fin, lo he descubierto. Pese a los ingentes esfuerzos que estamos haciendo contaminando las aguas, agotando la capa de ozono, generando residuos radioactivos, etc. resulta que el hombre todavía no ha entrado en la categoría de “especie en peligro de extinción”.

 

     No obstante, como no sé quien decía, “todo se andará”. Está claro que los grandes males requieren grandes soluciones y así lo dice el conocido refrán, pero ¿no hay acaso, también, pequeñas soluciones?

 

     Sin ir más lejos: ¿necesitamos el aire acondicionado a la temperatura en que lo tenemos habitualmente?; ¿es tan costoso el participar de modo más activo en el reciclaje de residuos?; ¿no sería más saludable prescindir de cuando en cuando del uso del automóvil y disfrutar de un paseo por la ciudad?

 

     Recuerdo que, cuando era niño, me resultaba sorprendente conocer a alguien que no había visto nunca el mar, y, sin embargo, era así. Había personas que por las dificultades de transporte, por carecer de medios económicos, etc. solo conocían el mar a través del cine. Me pregunto si tenemos conciencia del tiempo que deberá transcurrir para que nuestros descendientes se queden maravillados cuando vean un río, puesto que estamos haciendo unos esfuerzos ingentes por eliminarlos o, en el mejor de los casos, convertirlos en vertederos.

 

     Y, si miramos al cielo, en más de una ocasión nos habremos preguntado si no resulta paradójico que esas inmensas cortinas de humo que, a través de nuestras fábricas, enviamos a la atmósfera como si no tuviéramos que respirarla, realmente están sirviendo para anticipar nuestro fin antes que para elaborar algo que pueda mejorar nuestra calidad de vida.

 

     Seguramente no hará falta pensar mucho para encontrar distintas formas de participar en la tarea de conseguir un mundo menos contaminado y, sin duda, llegaremos hasta a descubrir que tantas cosas de las que tenemos a nuestra disposición son mero capricho y que si hubiéramos prescindido de su compra ni siquiera habríamos sentido la necesidad de usarlas.

 

     Mientras tanto, es lamentable que lo único en lo que nos asemejamos a los animales de “vida salvaje” es en la ferocidad con la que nos empeñamos en demostrar quién es el más poderoso, con el agravante de que las fieras matan para comer y los hombres lo hacemos exclusivamente por placer o por ansia de dominio.

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