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YO CONFIESO


Francisco L. Navarro
 


     Lo he escuchado en alguna película, e incluso hay una con este título. Normalmente en el desarrollo de la trama llega un momento en que la tensión se ha acumulado tanto en el personaje que no ve otro modo, aún a riesgo de su integridad, de manifestar su culpa para poder librar su conciencia del peso que la ahoga. Pues bien, ahora es mi turno.

 

     Supongo que ese momento llega cuando la carga se vuelve tan pesada como una losa que te va oprimiendo cada vez más, como si a cada minuto que pasa una mano invisible le añadiera unos kilos, y es preciso, en aras de la tranquilidad y para recuperar el equilibrio, tomar esta decisión. Voy a confesar.

 

     No quisiera que, en el transcurso de cuanto voy aquí a contar, alguien se sienta aludido personalmente, pues en todo caso sólo yo soy el culpable, y, por consiguiente, aunque en algún momento intente alejar de mí una parte de la culpa porque resulta duro y difícil reconocer la propia debilidad, debo ser absolutamente sincero: la culpa es mía.

 

     ¿Qué cuando he comprendido su enormidad? No sabría decirlo, aunque mentiría si dijera que acabo de descubrirla. Cada día, desde hace no sé cuantos años, tal vez desde que tengo uso de razón, he consentido en ella por exceso o por defecto y así han transcurrido las cosas.

 

     Podría alegar que ha sido mi timidez, que tenía miedo del “qué dirán”; sólo serían excusas vanas y no debo, en este momento de la verdad, alejar de mí la responsabilidad.

 

     Tal vez todo empezó aquel funesto día en que llegué a la hora convenida. No; no fue así exactamente. Llegué, como solía hacer siempre, unos minutos antes, no sabría decir cuantos: cinco, seis…¡qué más da! Como si eso tuviera alguna importancia ahora.

 

     Esperé pacientemente mirando el reloj a cada instante. Cada minuto se me antojaba una hora, una eternidad. Escuché, lejanas, las campanas de la catedral.

 

     Creí que, por esta vez, las cosas eran así y yo mismo me afanaba en buscar una excusa, una disculpa… Mas no podía olvidar que en cada cita, en  cada entrevista, no importaba que fuera con políticos, con profesionales, con representantes religiosos, mi actuación era la misma y ahora, cuando todavía tengo lucidez y valor para hacerlo, voy a confesar porque se aproxima la hora de rendir cuentas y debo ir ligero de equipaje. Por eso confieso ahora mi horrible pecado, aunque lo que más me atormenta no es el hecho de haberlo cometido, sino el convencimiento absoluto que tengo (en mi obcecación y empecinamiento), de que –en realidad – no deseo corregirme.

 

     Pido perdón y comprensión para mi culpa y mi debilidad. Mi terrible pecado es la puntualidad, y debo arrostrar sus consecuencias mientras me quede un hálito de vida.

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