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BLANCA, CLARA, ALBA

(por Ana Burgui)


Blanca pelaba judías sentada a la mesa que ocupaba un pequeño rincón en la estrecha cocina y, por un momento, un rayo de sol había traído a su memoria aquellos tiempos en que la amplia cocina bullía con cocineras, ayudantes y enseres mientras ella organizaba el menú que tenía que preparar para doce invitados. Todo tenía que estar a punto. Las doncellas sacaban brillo al bronce de las puertas;  preparaban la extensa mesa engalanada con flores, la vajilla fina, la cristalería… Aquello acabo de repente. Su marido había fallecido al caer del caballo y ella se enfrentaba a una situación desconocida. No se había ocupado nunca de finanzas, deudas y compra-venta de enseres o de casas, cuadras, cocheras y negocios. Bancos, créditos e inversiones llenaron sus días, sus horas y su pensamiento no fue otro. Su hija Clara con nueve años y ella, vieron  poco a poco desaparecer las alfombras, los cuadros, las lámparas de cristal, los criados y luego la casa.

Clara fue creciendo entre su renuncia y la desesperación de su madre que, acosada por las deudas, no tenía fuerzas para aceptar la pérdida de su esposo y ser el soporte de Clara. Y así la niña por la noche, sin saber muy bien que pensar, se sentaba en la ventana con las piernas colgando y escapaba sobre la brisa o en una ráfaga de viento, con los ojos cerrados y la mente perdida. Pero cambió la ventana por la puerta de la calle y sus salidas se hicieron cada vez más largas, su mirada cada vez más opaca y su mente mas perdida. El rencor que sentía hacia su madre solo le permitió decirle adiós para siempre. Blanca salió a buscarla durante algún tiempo, luego siguió llorando sola. Al cabo del tiempo de lavar, coser y planchar ropa, Blanca encontró a Clara hecha un ovillo entre los escalones que subían a la vivienda. Su pelo rubio era pajizo y sin vida, como sus ojos azules rodeados por una sombra oscura; tenía restos de moratones en los brazos y un pronunciado embarazo que la llevo directamente al hospital. Al amanecer nació una niña de poco peso, frágil y quebradiza, como su salud, según dijo el médico. Clara suspiro aliviada al ver a su hija en brazos de su madre y con una mirada suplicante le entregó a Alba dejando sin vida su mano entre las suyas.

Alba salió adelante, creció menuda y pequeña y aprendió de su abuela a mantener una casa en orden con pocas cosas, a trabajar mucho y salir poco y a privarse de demasiadas cosas. Cuando  con ocho años y a la muerte de su abuela la recogieron unos parientes lejanos, tan lejanos de su casa como de su vida, Alba se encontró dos niños mayores que ella, sobre la que descargaron sus frustraciones, sus ansiedades, sus desilusiones y sus deseos. Así en noche cerrada Alba salía al balcón a mirar las estrellas con los ojos rojos y las piernas colgando.

Tres generaciones con nombres luminosos y la oscuridad en sus vidas.

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