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Mª Teresa Ibañez Benavente

LIMONCÍN

(por Mª Teresa Ibáñez Benavente)


     Teníamos un canario redondito y amarillo como un limón maduro. Cantaba muy bien y alegraba nuestra terraza junto con los geranios que había de todos los colores.

     Cuando venían mis sobrinitas a casa se embobaban delante de la jaula viéndole brincar de un palo a otro, siempre me preguntaban que cómo se llamaba el pajarito. Yo nunca les puse nombre a mis canarios, pero les dije que como era redondito y muy amarillo le podíamos llamar Limoncín, y con ese nombre se quedó.

     Mi marido le cuidaba mucho, y además del consabido alpiste le ponía una hoja de lechuga, un trocito de manzana, miguitas de bizcocho y cuando salíamos de paseo en primavera siempre le cogía un ramito de “rabanell”. Yo me admiraba al ver con qué habilidad desgranaba las vainas que eran como guisantes diminutos.

     Cuando murió mi esposo apenas cantaba y al poco dejó de hacerlo, solo piaba. Me di cuenta de que ya no se subía a los palos y observé con tristeza que arrastraba una de sus patitas y los dedos los tenía un poco encogidos y juntos como si fueran un haz de palitos secos. Le puse la comida a su alcance y le hice en un rincón de la jaula una especie de nido para que estuviera blandito, pero creo que nunca se metió en él.

     Una mañana vi que tenía los párpados casi pegados y con algo de sangre, le acerqué un dedo y no hizo ningún aspaviento, no veía, le debió de dar una trombosis o algo parecido ¡yo qué sé! Me quedé muy preocupada. ¿Qué podía hacer con él?

     Dio la casualidad que al día siguiente viniera a verme uno de mis sobrinos que es veterinario, había ido a Villajoyosa a ver a sus padres y de vuelta a Madrid pasó por casa.  Enseguida le enseñé al canario, me preguntó los años que tenía, hacía mucho tiempo que nos lo habían regalado y yo no me acordaba. Lo cogió y le miró una anillita que llevaba en una de sus patas y dijo: ¿Qué le habéis dado a este canario para que viva tanto tiempo? Pues es del 93. Es natural que tenga muchos achaques. Con un bastoncillo de los oídos y agua hervida le estuvo limpiando los ojos y me dio el nombre de un colirio con antibiótico para que se lo comprara.

     Dos días después vinieron mi hermano y mi cuñada a comer a casa. Me traían como regalo una hermosa jaula en forma de pagoda y dentro un canario verdoso y estilizado que en nada se parecía al mío,  me dijeron  que era un “timbrado”  (debía ser que cantaba muy bien). Mi hermano entiende mucho de caballos, de perros y de pájaros, la verdad es que le gustan mucho los animales. En su casa de campo tiene un montón de jaulas con sus correspondientes habitantes y un perro negro, grande como un burro, que no sé de qué raza es y que juega tiernamente con uno jovencito y muy pequeño que le acompaña desde hace poco.

     Me dijo que esa forma que tenía de piar era que se quejaba, y que si no me daba pena. Yo le dije que sí, pero que ¿qué podía hacer? Pues la eutanasia, me contestó. Yo no podría hacer eso, le dije. Si quieres me lo llevo a casa y le pongo durante tres días unas gotitas que tengo y se morirá sin enterarse. Me lo estuve pensando todo el día; cuando ya se marchaban preguntó que había decidido, le dije que se lo llevara. Me acosté con cierto resentimiento, me hizo pensar en lo problemático de la eutanasia, pero esa es otra cuestión.

     Me llamó a los dos o tres días para decirme que ya había muerto y me dio mucha pena. Éste tampoco tiene nombre, canta mucho y muy bien, procuro cuidarlo tanto como lo hacía mi esposo con el anterior, al que siempre echaré de menos porque nos hizo compañía durante mucho tiempo. Porque fue el único canario al que puse nombre y que era redondito y amarillo como un limón maduro.

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