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EL POZO

(por Ana Burgui)


Siguiendo el mapa y las instrucciones anotadas, llegué por la carretera y un camino a la casa que habíamos alquilado dos amigas y yo por internet una tarde en la que teníamos ganas de aventuras. Ellas llegarían mañana, yo me adelanté con la curiosidad de descubrir y ver cómo sería aquel lugar. Allí estaba la casa, blanca, pequeña, alegre con esas flores que llegaban hasta el porche, que era la entrada, y sus macetas en las ventanas. Paré el coche en un lateral, qué gusto no tener que aparcar, y entré en la casa. Me recibió un pequeño comedor, dos sofás, una amplia cristalera que se asomaba al exterior y junto a él la cocina, justa pero completa, casi sin pasillo había dos habitaciones y un baño. Era perfecta para tres amigas que querían descansar 15 días. Entré mi maleta y me instalé; después salí a dar una pequeña vuelta por los alrededores, empezaba a anochecer. Al frente había un pequeño bosque, tupido y cerrado, pensé que sería un sitio muy fresco, aparte de unos cerros, unos árboles, alguna casa alejada y un camino que no sabía adónde conducía, pero que ya no eran horas para averiguarlo, no había nada más. Un cielo extenso y una tierra, rojiza, verde y gris. Volví a la casa, la cocina tenía provisiones para un primer asalto, ya iríamos a comprar. No había televisión ni radio, pero yo me había traído unos libros, fui a buscarlos y el regresar vi la cristalera que sin cortinas me dejaba ver el bosquecillo del que salía una luz. ¿Qué es aquello?-pensé; ¡ah! será un coche con unos novios dentro, pero ¿por qué dejar los faros encendidos? Me dispuse a leer y me olvidé de la luz y del coche. La noche transcurrió tranquila y la mañana trajo a mis dos amigas, Julia y Elena. Conocieron la casa por dentro y sus escasos alrededores y una vez se escondió el sol nos acercamos al bosquecillo; entre risas  y bromas les conté la luz que había visto la noche anterior y mi suposición del coche con unos novios. Cuando entramos en aquel recinto vimos los troncos de los árboles casi juntos, las ramas se engarzaban y las copas se apoyaban unas en otras, allí no podía entrar un coche, mirando alrededor solamente vimos un pozo en un rincón. Volvimos a la casa sin encontrar una explicación y nos fuimos en busca de la cena al bar del pueblo, estaba cerca, lleno de gente encantadora y buena comida. Pasaron los días y entre excursiones y descanso nos olvidamos de la luz y del coche, hasta aquella noche. Estábamos cenando en el porche cuando la vimos, salía por encima del bosquecillo, era dorada y suave, cogimos unas linternas y nos fuimos a averiguar qué pasaba con esa luz. Cuando entramos en aquel recinto la noche había caído ya, estaba oscuro y sólo teníamos la suave luminosidad que alumbraba el bosque y vimos que salía del pozo. Nos miramos quietas y calladas, sin comprender.

    

Julia dijo: -vamos-, pero no nos movimos, ella se acercó y se asomó, esos minutos se nos hicieron eternos; cuando regresó, nerviosas e inquietas le preguntamos:

-¿Qué has visto?-

-solo hay “gracias”-

-¿Qué es eso?-

-Es, gratitud, calidez y agradecimiento.

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