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Manuel Gisbert Orozco

 

EL VIEJO ALICANTE

(por Manuel Gisbert Orozco)


     De pequeño, apenas tenía unos días de vacaciones me marchaba a Alicante. Mi padre me embarcaba en el autobús de “La Alcoyana” al lado del conductor -siempre eran los mismos, o Paco o Tonet- y le encargaba que me cuidase durante el viaje que en Alicante ya me las apañaría yo. No tenía pérdida. Subir por la calle Portugal hasta el cruce con  la Avenida de Salamanca, donde vivían mis tíos, era una línea recta.

     Me encantaba despertarme con el chirriar de las ruedas del tranvía al tomar la curva que había al final de la calle o con los gritos de las bamberas, que portaban una enorme cesta llena de ricos manjares, ofreciendo sus productos: Bambas, bollos, ensaimadas etc., que para aquella época no era moco de pavo. En ocasiones mi tía tiraba del monedero y nos regalaba, a mis primos y a mí, con un suculento desayuno.

     Nuestras algaradas iban desde la estación del ferrocarril, en donde recogíamos “cagaferro” para construir las montañas del Belén en época navideña,  hasta el viejo cementerio medio derruido que había en el barrio; accedíamos a él por un agujero que había en el muro, aunque probablemente la puerta estuviera abierta. Recuerdo sepulturas abiertas y cajas sin tapas por doquier, en donde el cadáver había desaparecido pero, por lo menos en una, quedaban restos de una cabellera rubia pegada al cojín.

     Mi primo y yo, que por entonces tendríamos unos diez años, jugábamos allí con la mayor naturalidad, probablemente porque todavía no habíamos visto “Psicosis”. Un día leí la lápida que cubría un nicho en la pared y me llamó la atención el personaje que allí estaba enterrado. No recuerdo su nombre y vagamente si la fecha de su muerte fue en 1896, pero sí que rezaba una leyenda que decía: “último virrey español de las Filipinas”.

     Qué hacía ese señor allí enterrado y dónde estarán sus huesos en la actualidad es una incógnita  para mí, pero lo cierto es que desde entonces sentí una extraña predilección por esas islas, máxime teniendo en cuenta que allí está situada la segunda población en importancia que se llama Alcoy. Mi viejo profesor Simó solía decir que en el mundo habían siete poblaciones que se llamaban Alcoy. Pero por mucho Internet que existe no he podido localizar la ubicación de las otras cinco. Miserables villorrios supongo que serán.

     Lo que más me llamaba la atención es que allí no se hablase el castellano después de más de trescientos años de ocupación; a diferencia de Cuba y Puerto Rico, que se perdieron en la misma época y que todavía, y espero que por mucho tiempo, se habla.

     Las Filipinas no fue, desde luego, el destino preferido por los emigrantes españoles. Se llegaba allí desde América y después de la aventura de atravesar el Atlántico a pocos les quedaban reaños para hacer otro tanto con el Pacífico. Aparte de que una vez allí era imposible regresar a América directamente hasta que se descubrió la ruta, más al norte, del tornaviaje. Si para ir se precisaban cuatro meses, para volver eran de seis a doce. Anteriormente ni eso. El que se arrepentía no tenía más remedio que regresar por el oeste hasta España y comenzar de nuevo su aventura americana.

     Dos siglos después de la ocupación no llegaban a tres mil los residentes españoles en las islas, de los cuales más de la mitad eran religiosos. Los laicos, la mayoría soldados, salvo algunos destacamentos, estaban concentrados en la ciudad de Manila y dentro de ella, protegidos por unas murallas, en una subciudad que denominaban Intramuros. La única especie que se podía cultivar en las islas era la canela, la menos valiosa, por lo que los pocos españoles que la habitaban se dedicaban al comercio, comprando a los chinos y trasladando la mercancía, mediante el celebre Galeón de Manila, a Méjico. Tres meses de trabajo y nueve de ocio.

     En 1762 los ingleses ocuparon Manila para posteriormente abandonarla temiendo la reacción española. Ésta nunca se hubiera producido dada la precaria situación de los españoles en la isla y porque no había más cera que la que había ardido. Pero tanto ingleses como holandeses ignoraban esta situación y nunca se atrevieron a invadirlas seriamente.

     Cuando en 1900 los americanos  ocuparon las islas se dieron cuenta que después de más de 300 años de presencia española sólo un diez por ciento de la población nativa, principalmente criados, empleados y personal relacionado con las misiones, hablaba el castellano por lo que no les fue difícil imponer el inglés.

     Eso si, a excepción de los “Moros” de Mindanao, la totalidad de la población era católica, a su manera, pero católica. Y es que cuando se envía a conquistar un país a más curas que soldados el resultado no puede ser otro.

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