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MIS BODAS DE ORO COMO CONDUCTOR
(por Gaspar Pérez Albert)


     En estas fechas se cumplen cincuenta años de la obtención de mi carnet de conducir. Tan señalado aniversario me ha hecho pensar en lo ocurrido en materia de conducción en este tiempo, y me ha dado pie a intentar escribir algo sobre las escuelas con mayor número de alumnos del país por las que hemos pasado la gran mayoría de los españoles. Me refiero, como ya habrán adivinado, a las escuelas de conductores. Recuerdo que cuando estudié en una de ellas, se llamaban “Escuelas de Chóferes” y su nombre venía de mucho atrás, seguramente de los tiempos en que solamente poseían automóvil unos pocos privilegiados con cargos o fortunas importantes, que además tenían su correspondiente chófer, con o sin uniforme, es decir, un profesional de la conducción. Este nombre se mantuvo casi hasta nuestros días, conviviendo con otra nueva denominación como es “Escuela de Conductores”. Este nuevo título me parece más racional y acertado, dado el espectacular aumento del parque automovilístico, fruto del progreso de los últimos tiempos. Tal incremento hizo que los automovilistas ya no fueran profesionales al servicio de sus privilegiados dueños, sino conductores de sus propios vehículos, en su gran mayoría.

     Con el paso del tiempo, algunas empezaron a llamarse “autoescuelas”, denominación que ya no me parece tan adecuada. La evolución del lenguaje, sin duda, ha facilitado la utilización de prefijos  para ahorrar ciertas palabras. En este caso el prefijo “auto”, viene de automóvil y, por extensión, de automovilista. Así es lógico entenderlo y parece ser correcto, pero estimo que desde siempre el mismo prefijo ha significado “de uno mismo”, en cuyo caso si, por ejemplo, leemos “Autoescuela Pérez”, podrá alguien creer que se trata de una escuela –no importa de qué clase y nivel- propiedad del tal Sr. Pérez.  Y asimismo, si algún alumno, en una conversación, llega a citar “mi autoescuela” habrá quien llegue a entender que la escuela en cuestión es  propiedad del alumno. He leído algunas veces este título en dos palabras separadas, o sea, “auto escuela”. De esta forma también puede prestarse a cierta confusión, porque habrá quien entienda que puede ser un auto, léase autobús, auto camión o cualquier otra clase de automóvil, convertido en escuela al igual que existen los “buques escuela”. Y se puede pensar también, rizando el rizo de los significados, que, tal vez, por mor de la aludida evolución del lenguaje, alguien, voluntaria o involuntariamente,  haya sido capaz de intercambiar las palabras,  o sea, que lo que se ha querido decir es “escuela auto”. Así podría ser un poco más entendible, si consideramos la palabra “auto”, como apócope de automovilista, con lo cual podríamos llegar a deducir que se trata de una escuela de automovilistas. De este modo, parecería más razonable y apropiado.  Con estas apreciaciones personales no pretendo criticar ni mucho menos cambiar ningún concepto ni denominación. Faltaría más. Y además, ¿quién soy yo para hacerlo? Mi punto de vista, aquí expresado, no es más que la opinión, ante algo que me ha llamado la atención, de alguien poco versado en cuestiones lingüísticas.

     Tampoco quiero cambiar ni está en mi ánimo criticar el hecho de que, últimamente, alguna de estas escuelas se autodefina -espero haber utilizado aquí de forma correcta el prefijo- como “Centro de Educación Vial”, título que me sorprende un tanto por la palabra “vial”, que, según el diccionario de la R.A.E., significa “perteneciente o relativo a la vía” o “calle formada por dos filas paralelas de árboles u otras plantas”. Consecuentemente, puede entenderse que se trata de un centro donde se enseña todo lo referido a una vía, por supuesto de comunicación, como puede ser su longitud, configuración, recorrido, desnivel, etc.,  pero para nada lo relacionado con la conducción, y ni siquiera el Código ni Leyes o Reglamentos que regulan la circulación, tan complicada en la actualidad.

     En cuanto a las enseñanzas, lógicamente, han ido evolucionando ante las exigencias de los tiempos. Recuerdo que el examen que tuve que superar hace medio siglo consistió en conocer algunas de las pocas señales de tráfico existentes entonces –no todas- y poco más. Y la práctica fue circular por un corto tramo de un camino algo tortuoso y accidentado de tierra y piedras, cuya mayor dificultad resultó ser esquivar un rebaño de ovejas que pastaba por allí. Desde aquella época hasta ahora, es de sobra sabido que la diferencia en los exámenes es abismal, como también lo es el aumento de vehículos existentes y los peligros del tráfico, aun teniendo en cuenta el enorme incremento y mejora de las vías de comunicación, tanto urbanas como interurbanas e incluso internacionales. Pero a pesar de todo ello, gracias a mi simple y endeble base “académica”, adquirida para la obtención de mi permiso de conducir, y sobre todo a la experiencia acumulada en los miles de kilómetros recorridos en todos estos años, así como a mi adaptación a las exigencias, normas y reglamentos de tráfico actuales, puedo y quiero dar gracias a Dios por haberme permitido llegar hasta hoy sin incidentes de importancia -pequeñas infracciones y multas aparte- y poder celebrar mis” bodas de  oro” como conductor.

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