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Manuel Gisbert Orozco

 

LA HUELGA

(por Manuel Gisbert Orozco)


     Cuando comienzo a pulsar las teclas de mi ordenador para escribir estas pobres líneas, la huelga del próximo día veintinueve de septiembre está a la vuelta de la esquina.

     Curiosamente, en mi larga vida laboral, nunca he participado en una huelga. Principalmente porque no creo en ellas. Considero que todos salen perjudicados: empresas, trabajadores y la sociedad en general; y si por ventura hay algún beneficiado, estos son los organizadores, que en cierta forma tienen que justificar su trabajo.

     Que no haya participado no quiere decir que no me he visto involucrado en algunas. Recuerdo que en una me encontré con la cerradura de la oficina sellada con silicona y con la imposibilidad de acceder a mi trabajo. Cuando pudimos solucionar el problema, bastante avanzada ya la mañana, ésta ya estaba perdida. En otra tuvimos más suerte, o desgracia, vaya usted a saber. No tuvimos problemas para franquearnos la entrada, pero como teníamos órdenes de máxima discreción, por algún que otro incidente que se había producido de madrugada en algunas fábricas, tuvimos que trabajar, es un decir, con la puerta medio cerrada y las luces apagadas. El local que ocupaba la oficina estaba orientado al norte, la mañana otoñal nos salió brumosa y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de carteles de propaganda, que ciertamente nos libraban de miradas indiscretas pero no dejaban pasar el menor rayo de claridad. Ya me dirán que podíamos hacer.

     Optamos por emplear nuestro tiempo en la meditación (no confundir con la siesta), que tampoco es moco de pavo, mientras uno de nosotros, por turnos, vigilaba en el exterior la llegada de posibles piquetes o el de la manifestación que pronto o tarde pasaría por allí, para cerrar la puerta y recogernos detrás del mostrador.

     Yo que he cumplido, con creces, la premisa de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, no quisiera marcharme de este mundo sin hacer una huelga como Dios manda, pero una vez jubilado lo tengo difícil. Cierto es que podría dejar de hacer el largo paseo matinal, aun a riesgo de una subida en los niveles de azúcar; no ir a comprar el pan, con la posible represalia de quedarme en ayuno si mi mujer se acoge también a la huelga y no hace ese día la comida. Entonces tendríamos que comer companaje sin pan, pero eso es comida de tontos y tampoco es preciso llegar a tanto. Otra solución sería no hacer la siesta. Yo no la hago como el Cela, en la cama, con pijama y orinal, sino echado en el sofá como el perro y roncando como un cerdo.

     Estaba cavilando cual sería la mejor opción para ejercitar mi derecho de huelga, cuando oigo en la tele decir a uno de los jerifaltes convocantes que los jubilados también tendríamos que hacer huelga como perjudicados que éramos de las medidas que pensaba adoptar el gobierno.

     - ¿Cómo? – Le pregunté aun sabiendo que mi interlocutor no podía oírme.

     - No cuidando ese día a vuestros nietos.- Contestó como si me hubiese oído.

     Aviesa propuesta, pues la negativa de los abuelos obliga a los hijos a secundar la huelga para poder hacerse cargo de ellos. Pues aunque sanidad y educación parece no van a  involucrarse, o por lo menos eso dicen, lo cierto es que a la hora de la verdad los alumnos no aparecerán por los centros educativos. Los mayores porque se escaquean a la más mínima y los pequeños porque sus padres pensarán: “por lo que pueda pasar mejor no ir”.

     Claro es que la huelga no es completa si a final de mes cobras lo mismo y no te descuentan el día no trabajado.

     Pensaba en la forma de devolver la treintava parte de mi pensión mensual cobrada indebidamente, cuando leo en la prensa, en un pequeño apartado y sin grandes alharacas, que a los políticos que  hagan huelga no se les descontará nada.

     ¡Viva la madre que los parió! Y nosotros pensando en hacer el tonto.

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