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¿SABES UNA COSA?

(por José Antonio Marín Caselles)


     Pólvora: mascletás, petardos, tracas, cohetes, carretillas… toros: Sanfermines, toros embolados, bous al  carrer, suelta de vaquillas… Els castells (torres humanas), Fuego: saltar hogueras, andar sobre ascuas… Las actividades de riesgo están presentes en nuestras fiestas. La cercanía del riesgo, convivir con él, produce familiarización y hace que se pierda el sentido de la vulnerabilidad. La relación frecuente con el riesgo anestesia la conciencia sobre riesgo. La profesora americana Mary Douglas calificaba como inmunidad subjetiva “la tendencia a ignorar o restar importancia a los peligros cotidianos más comunes, con lo que el individuo corta la percepción de riesgos altamente probables, de manera que su mundo inmediato parece más seguro de lo que es en realidad”. El riesgo forma parte de la vida humana y no solo es percibido, sobrevenido, sino también buscado con frecuencia por el hombre, bien por necesidad, por interés, placer o simple capricho.

     Por la necesidad de sobrevivir ha tenido el hombre que enfrentarse a infinidad de peligros. Por interés y deseo de búsqueda y aprendizaje, también el hombre ha asumido riesgos voluntarios. A veces sufre riesgos innecesarios por imprudencia o temeridad. También por ambición de poder y de dominio ha arriesgado el hombre su vida y la de otras personas, por alcanzar la gloria, la admiración y el prestigio.  O por la asunción de retos personales, por superarse a sí mismo. Incluso por motivos lúdicos o simple capricho el hombre ha realizado y realiza innumerables actividades peligrosas como los juegos de azar, la velocidad, el parapente, el puenting, las escaladas y descensos, vuelos con traje especial a 200 km./hora, deportes acrobáticos, paracaidismo y otros muchos, como las actividades de riesgo y peligrosas asociadas a las fiestas de nuestros pueblos.

     El hombre soporta y sufre los “riesgos naturales” (desastres) y los construidos socialmente (ecológicos), pero, a la vez, se expone al riesgo y lo busca. “Como el toro me crezco en el castigo”, decía Miguel Hernández. Así es el hombre: se supera ante el reto, acepta el desafío si a cambio confía en obtener alguna compensación personal, material o de prestigio. Esa es su naturaleza y su grandeza: que pese a los peligros que amenazan su vida no han existido mares ni océanos cuya inmensidad haya frenado el espíritu descubridor y conquistador del hombre. Ni han existido cumbres ni profundidades cuya grandiosidad haya sido capaz de embridar la voluntad de superación del hombre. Ni animales grandes o pequeños cuya fiereza haya acobardado al hombre ni en su lucha por subsistir ni en la mera búsqueda del placer por abatirlos. Ni lunas ni estrellas ni espacios siderales con su infinitud han disuadido al hombre en su actividad investigadora en busca de otras formas de vida para mejorar la suya propia.

     El hombre ha perseguido el dominio del mundo y, en ese empeño, ha resultado a veces víctima, sufriendo daños, incluso la pérdida de su propia vida, ha disfrutado cuando ha conseguido sus metas y objetivos sorteando el riesgo y, en fin, se ha convertido en héroe y adquirido prestigio si, en la persecución de un reto, ha superado peligros donde otros no fueron capaces (para Max Weber el prestigio otorga un estatus social de privilegio porque lo conceden los demás mediante una evaluación subjetiva). El riesgo, en cuanto probabilidad apriorística de ocurrencia de un daño, ha sido a la vez odiado y querido por el hombre. La especial forma de abordar el peligro, en cuanto concreción y posibilidad inmediata del riesgo, es un elemento de clasificación de los seres humanos porque encarando el riesgo el hombre ha resultado héroe o víctima; ha tenido esa doble valoración cultural. Huir del riesgo ha sido, según los ámbitos de significación, de cobardes o de prudentes de la misma forma que el cómo afrontar el riesgo ha sido de valientes o temerarios. El riesgo y su percepción han tenido un papel fundamental en la construcción de los valores sociales y de la sociedad misma.

     Ante eso y la evidencia de frecuentes fallecimientos y heridos graves hospitalizados como consecuencia de la práctica de actividades arriesgadas o peligrosas programadas en nuestras fiestas, la pregunta que cabría hacerse sería la siguiente: ¿Fiestas con riesgo o fiestas sin riesgo? Aunque forman parte de nuestra tradición, la respuesta para unos sería RIESGOS SÍ y acudirán a la fiesta a divertirse y experimentar sensaciones y emociones fuertes. Para otros la respuesta sería RIESGOS NO, si no hay necesidad, porque la vida es lo más grande. A la vez, cada una de esas posiciones tratará de prevalecer sobre la otra desmontando, cuando no caricaturizando, con frecuencia de forma vehemente, su argumentación. Ambas posturas no nos atreveríamos a decir que son “naturales” por estar ancladas en la naturaleza misma del ser humano pero sí que lo están en nuestra cultura en cuanto productora de significados y, como tal, de construcciones distintas de sentido en una pluralidad de mundos. Paralelamente la legalidad, aspecto esencial de la cultura, regulará la conducta social de acuerdo con los postulados de una idea de justicia más o menos compartida en un momento histórico determinado. Hoy parece razonable prohibir actividades que entrañen un peligro serio para la integridad física de las personas. Sin embargo, naturaleza, cultura y legalidad no van siempre de la mano, por lo que se producen desajustes entre derecho natural y derecho positivo. Pero es así como avanza la historia de la humanidad: una evolución dialéctica, superando contradicciones (materialismo cultural, superación del materialismo dialéctico de Marx) o binaria y dicotómica (enfoque estructuralista de Levi Strauss). Así se construye la cultura de los pueblos, de los grupos humanos, en cuanto respuesta a los retos, problemas y necesidades que la vida les plantea en cada momento.

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