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Manuel Gisbert Orozco

 

EL MAR ESPAÑOL

(por Manuel Gisbert Orozco)


     Mi abuela nació a finales del segundo tercio del siglo XIX, 1866 o 1868 creo recordar haber visto en algún sitio. Supongo que sería analfabeta, pues nunca la vi leer o escribir. También es verdad que coincidimos poco en este mundo,  cuando su edad era ya muy avanzada y yo apenas un crío. Memoria tenía un carro, y cada tarde me asombraba oírla recitar las interminables letanías del santo rosario acompañada por la señora Teresa, su amiga del alma, y de una multitud de “oraspronobis” y “kirieleison”

 

     Supongo que a su generación, o por lo menos a ella, les impactó la pérdida de las últimas colonias ultramarinas. No paraba de repetirme sin venir a cuento: “Manolín, Espanya era molt gran, però ara s´ha quedat com un mocador”. Por entonces todavía conservábamos: el protectorado de Marruecos, el Sahara español, Sidi Ifni, Río Muni, la Guinea Ecuatorial y Fernando Poo. Que no era poco, pero a ella no parecía importarle mucho.

 

     Por el tratado de París de 1898 que daba por finiquitado, burocráticamente hablando, la guerra que España se había visto obligada a mantener con Estados Unidos, perdimos la isla de Cuba, la de Puerto Rico y las pequeñas islas de los alrededores, las islas Filipinas y la isla de Guam, llamada también la isla de los ladrones por ser la única ex-colonia española, donde los nativos robaron más a España que nosotros a ellos. Paradójicamente otras islas del Pacífico, como por ejemplo Las Marianas, quedaron fuera de la rapiña de los americanos, probablemente por no saber que nos pertenecían. ¡Feliz ignorancia!

 

     Para evitar lo que parecía inevitable, es decir, que el primero que pasase por allí se las adjudicara, optamos por venderlas al mejor postor que no fue otro que Alemania. Poco le duraría la alegría a los Teutones, pues veinte años después, al final de la 1ª Guerra Mundial, les fueron arrebatadas por las potencias vencedoras con la excusa de que habían perdido la guerra.

 

     Con ello los españoles perdieron lo que, todavía en tiempos de Isabel II, llamaban: “nuestras posesiones en Asia”.

 

     Durante siglos el Océano Pacífico era conocido como el mar español. Los Magallanes, Elcano, Urdaeta, López de Legazpi, Torres, Mendaña, Saavedra y algún otro que ahora se me escapa, se encargaron de dar un nombre español a todas las islas, estrechos y atolones que se cruzaban en su camino. Es decir a prácticamente a todo lo que no se movía. Excepción hecha de las islas Palao que parece ser sí se movían, pues tuvieron que ser redescubiertas en un par de ocasiones más, ya que cuando regresaban, al cabo de algunos años, eran incapaces de encontrarlas.

 

     Hoy en día sólo los grandes archipiélagos conservan el nombre que les dieron los españoles: Filipinas, Galápagos, Marquesas, Marianas, Sociedad, Santa Cruz, etc. Posteriormente los franceses, ingleses y holandeses trataron de borrar la presencia hispana en las islas, cambiando su nombre en alguna de ellas. Así San Buenaventura pasó a llamarse Basilaki y San Diego de Barrantes, Baibara, etc. He de reconocer que en ocasiones el nombre impuesto, turísticamente hablando, es más atractivo que el español y en algún caso sea el original de la isla y como la llamaban, con toda justicia, los nativos. Pero tengan por seguro que si contemplan un atlas del Pacífico y ven un nombre anglosajón en alguna isla, probablemente antes hubo otro hispano.

 

     Ahora sé el porqué del disgusto de mi abuela.

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