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DOÑA INÉS
 
Cuando yo era un imberbe botones de la Caja del Sureste en la Oficina Principal de Alicante, con harta frecuencia -dos y tres veces a la semana- venía Doña Inés al mostrador de Imposiciones, regentada a menudo por Manolo Gómez; siempre acompañada, eso sí, de una zagala de modales huertanos a la que efectuaba un ingreso en su libreta, pequeño desde luego, mientras en su cuenta abonaba cantidades de más calibre.

De cuando en cuando aquella doña, a la sazón con pinta de haberse jubilado al menos un par de lustros antes de cualquier profesión que hubiera podido tener, cambiaba a menudo de joven acompañante, a la que en su primera visita a la Caja paseaba antes por la ventanilla de Nuevas Libretas (o algo así) donde Jorge Almoguera sentaba sus reales, y donde procedía a inscribir a la chica como nueva titular, en muchos casos sin que siquiera supiera firmar su propio nombre.

Ansioso yo de conocer tantas idas y venidas de aquellas chavalas de pueblo, estaba atento a cualquier atisbo de conversación entre empleado y las ilustres clientas con el fin de colegir a qué coño se dedicaban en la capital la tal Inés y sus alternativas muchachas.
Finalmente, mi ansia de información fue satisfecha cuando conocí que las zagalas venían de su mano a la ciudad con el sano y respetable objetivo de ser “chicas de servir” durante un tiempo, y hacerse con dinero para la dote antes de regresar a su pueblo para casarse dignamente.

No fue hasta un tiempo pasado, que yendo yo a llevar alguna cosa a nuestra Central en la calle San Fernando, viera a la doña acompañada por una de las chicas justo en una calle postrera en la que había –al menos desde mi inocencia eso sí lo sabía- un par de casas de citas emboscadas en la vecindad.
Sorprendido, a mi regreso, comenté –si mal no recuerdo- la circunstancia a mi entonces “Jefe de Ahorro”, Oscar Ferrer, quien me ilustró sobre la discreción que habíamos de utilizar respecto a nuestros clientes.

Me ha venido esta estampa a la memoria –la vieja meretriz, acompañada por una joven iletrada- al ver en pocos minutos, durante un corto trayecto urbano, varias personas muy mayores acompañadas, en cada caso, por una joven casi siempre de aspecto sudamericano.
Esta nueva –y distinta, afortunadamente- generación de “chicas de servir” que se adaptan a una nueva vida como personas de compañía de octogenarios dependientes, mermados por el parkinson, la artrosis o el alzheimer, está compuesta por ecuatorianas, colombianas, marroquíes..., y está supliendo con eficacia, y muchas veces con amor y respeto, a quienes tienen la obligación de cuidar a sus familiares y por razones de trabajo u otras ocupaciones no pueden dedicar más tiempo.

A estas mujeres quizás deberíamos ofrecer un homenaje, dedicar una santa patrona o instituir un día mundial; aunque sea para saldar el daño que a otras muchas, de muchos pueblos de España, llevaron las doñasineses de turno engañadas a las ciudades capitales, no como chicas de servir, sino como carne de cañón.

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