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Gaspar Llorca

    EL AMIGO

 

         El trémulo y cambiante verde, medio donde se movía, iba quedando atrás y, como el tiempo, mostraba su vacuidad y el sin fin. La cita era imaginada, no tenía datos ni fechas, pero si recordada tiempo y tiempos, quizás  alguna  vez  fue real. No lo sabía. El paso de los días y su preocupación diaria, el vivir con los demás, el pertenecer a la sociedad, a su familia, a los amigos y parientes y conocidos le habían privado por siempre el pensar en ello. Sólo le atormentaba en aquellos momentos su inseguridad, su soledad, su incapacidad de afrontar las  circunstancias, en las horas de angustia y también  de placer. Habían pasado años, quizás demasiados, o tal vez su mente había perdido la sensatez, la humanidad, lo real. Había acudido con angustia y con un anhelo impaciente y quizás promovido por la cercanía del fin de  la prueba terrena, se le brindaba la oportunidad de poder encontrar al sempiterno Amigo

 

         Llegar al lugar de las ideas, viejo bosque cargado de maravillosas sentencias, algunas chorreantes de fe y delirio, otras opacas, oscuras, sin espíritu, científicas, de mucho estudio y con demasiado lógica. Se dirigió hacia el sendero donde el verdor se había convertido en rosa y azul. Allí estaban aquéllas: las inocentes, las infantiles, las salidas de bocas ingenuas y llevadas por manos amorosas. Estuvo rato leyendo y recordando aquellos anuncios y se puso triste al comprobar que la humanidad se preocupó muy poco de  ese estado al que desde tiempo muy atrás calificó de imbecilidad, de idiotez, de subnormalidad; que en los albores de la historia a los deformes se los separaba y abandonaba o se los sacrificaba, si bien es cierto que encontró miles de testigos que declararon que su máxima felicidad la habían saboreado en el  cariño de estos seres.  Encontró una página no apergaminada sino moderna, de signos recientes, y es la que le pareció más horrenda: destruir los seres imperfectos y cuidar y crear una raza perfecta, y sana,  sin fallos, con cuerpos esculturales; y se mostraban dibujos de ellos en los que observó, o quiso ver, que de sus cabezas no salían nervios, no había conexión con el resto del cuerpo. De momento sintió sed, y al acercarse a aquel río manso que discurría casi al final del sendero, un ser con su cuerpo deformado y mente aturdida le ofreció el más espléndido y maravilloso vaso de aquella  agua cristalina, y una mirada que pintor alguno consiguió retratar. De momento perdió la noción del tiempo, y su estado de ánimo cambió por completo. ¿Seguiría buscando? O era aquello lo que su alma, desde que moró en su cuerpo, le exigía. ¿Era el Amigo? ¿Cómo saberlo? No obstante, ya no notaba aquella angustia que siempre le acompañó. La sombra frondosa del viejo olmo le ofrecía remanso para meditar y repasar las vivencias y los encuentros, imaginables o reales, ya no importaba; para él, vividos de una forma o de otra, sentidos y tenidos en su cuerpo, en su persona.

 

         Aquel Ser que le ofrece agua, se ausenta, se aleja con otros compañeros entre una nube que irradia felicidad, entre una aureola angelical. Al partir, le miró, y su sonrisa le imantó de amor, momento en que acudieron a su mente aquellas preguntas y dudas que anidaron siempre en su vida interior.

 

         Medio tumbado sobre las agradables hierbas y a la sombra de aquel acogedor árbol, acudió a su tiempo vivido, rebuscando en la amplia habitación, y ya algo deteriorada, de los recuerdos; allí estaban, más o menos frescos y claros, los de la infancia, los de sus padres y hermanitos, cuando entró en contacto con lo divino, sus pecados, sus infames ideas y aspiraciones, sus arrepentimientos, sus amores carnales, la lucha egoísta, sus odios, el aprecio y desprecio hacia sus semejantes; todos los pasaba aprisa, con ansia, en busca de aquellas charlas, diálogos, aquella felicidad obtenida, aquella satisfacción  y sosiego, aquellos momentos que tuvo con aquel ente que quiso ser su amigo. ¿Imaginación, fantasía, delirio? Los recuerdos lo dirían. Si, aparecieron, con toda claridad: vivencias, recuerdos tantas veces repetidos en que le pedía a su Amigo que le orientase en muchas cosas. Más repetidos eran los de las peticiones de salud para él y los suyos, más para él, en los que, en la iglesia, el Cristo con la Hostia en la mano le devolvía la mirada y le sonreía. Era el Amigo místico, siempre en vigilia y comprensivo como padre terrenal. Allí estuvo siempre y él lo descuidó durante tanto tiempo,  hasta que el temible olvido se posesionó.

 

         Inmerso en ese nuevo estado, sintió tan alivio al refrescar estos recuerdos tan lejanos que oyó, o creyó escuchar, un  repique de campanas en su interior, que, como aleluya, celebraba la entrada en su vida del Amigo, y como un relámpago distinguió en Él una acumulación de muchos, muchos amigos que tuvo y tenía, y en un destello vio aquel que le dio de beber junto a otros más de esos ángeles que moran en la tierra.

 

         Con esa visión tan diáfana, llegó a la conclusión de que si era imaginativo o no, no le importaba: tenía su buscado Amigo que en su nuevo reencuentro le escuchaba y le comprendía como siempre. Y aquellas imágenes que del archivo de la memoria iba sacando lo corroboraban, y notó que algo le estaba cambiando, y leyó en su corazón y en su mente una sola palabra: BONDAD. Ser bueno, como decía aquel, hasta el infinito. Ese era EL AMIGO

 

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