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AMANECER
(por Francisco L. Navarro Albert)
 


     Para quienes hemos sido dotados de un reloj biológico en el que el despertador tiene la hora cambiada, no es extraño sentir, cualquier día, la imperiosa necesidad de despertar para advertir, seguidamente, que las manecillas del reloj junto a la cama apenas apuntan a las tres de la mañana. Esto sería terriblemente enojoso si uno no estuviera acostumbrado ya a removerse cuidadosamente entre las sábanas para no despertar a la pareja hasta que, finalmente, se hace obligatorio abandonar la posición horizontal y, a hurtadillas, como si se fuera a cometer un delito, salir de la habitación sigilosamente en busca de otro acomodo, sin más compañía que la de los propios, y a veces tan extraños, pensamientos.

     Como generalmente todo en esta vida tiene su compensación, cada madrugón ofrece la posibilidad de acercarse a algún lugar (hay tiempo de sobra para llegar) desde el que sea posible saludar al Sol cuando inicia su recorrido. Ver el amanecer en la playa, por ejemplo, supone tener al alcance, cada día, la oportunidad de contemplar un espectáculo maravilloso en el que el Sol se alía con el mar, el cielo o las nubes. No importa cuál sea el estado del tiempo atmosférico; siempre  el  amanecer ofrece cuadros inigualables, capaces de superar en expresividad y belleza al lienzo del mejor artista. Ya sea el disco rojo-naranja cegador al que hay que mirar de soslayo para no sucumbir a su deslumbrante destello; ya sean esos trazos luminosos que parecen colarse entre las rendijas de las nubes y asemejan caminos (tal vez lo sean) para guiarnos desde la Tierra, siempre agobiada por los acontecimientos, hacia el limpio Cielo en el que todo se ve desde otra perspectiva menos abrumadora. En otra ocasión, tal vez nos parecerá que el mar se abre en la línea del horizonte y, como si de una caja mágica se tratara, deja asomarse lentamente el Sol viajando hacia su cénit, vertiendo sobre las aguas un rastro dorado cuyos destellos se encargan las olas de incrementar.

     Alguno podrá pensar que no merece la pena madrugar ni trasladarse para ver algo que sucede todos los días, cada día, desde que el mundo existe. Bien cierto es que sucede cada día, pero ¿cómo sucede? En cada una de las ocasiones es totalmente distinto a las demás. Inigualable, seguramente, en belleza e imposible de copiar.

     ¿Cuántas veces nuestra vida la consideramos como algo totalmente anodino, sin interés? Cada día está compuesto de rutinas: levantarse, el aseo, el desayuno… todas esas cosas que definimos como costumbres y que conforman nuestra existencia. Pero, ¿y si, como el Sol, cada mañana nos planteamos un amanecer distinto? Tal vez esa vida que nos parece vacía, aburrida, necesita tan sólo un soplo de ilusión, de esperanza, para despertar a un nuevo amanecer. Es posible que no podamos competir con el Sol en luminosidad, pero no es menos cierto que todos y cada uno de nosotros podemos darnos,  y ofrecer a los demás, aunque sea un leve destello que sirva para demostrar que somos capaces de algo más que de sobrevivir si nos esforzamos, dejando de lamentarnos y de esperar que los demás den el primer paso.

     Pongámonos a ello. Mañana, al amanecer.

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