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ADIÓS A VICENTE RAMOS
(por Pascual Bosque)


     Como no podía ser de otra manera, numerosos intelectuales, escritores y gente interesada en el ámbito de la cultura, han vertido en la prensa sus condolencias por el fallecimiento de Vicente Ramos, destacando sus muchos méritos, títulos académicos, publicaciones, premios, etc. etc. Un homenaje más, el último, quisimos rendirle sus amigos y compañeros de Jubicam y, como detalla en su carta el Presidente José María Alonso, nuestra sorpresa y nuestro sentimiento fue encontrarlo ya en un estado de extrema gravedad.  Hay que decir que su colaboración en este Boletín fue puntual y constante durante mucho tiempo y nos dejó una serie de biografías de personalidades alicantinas verdaderamente original e interesante, muy propia de su talento de cronista e historiador.

     Puede decirse que los escritos publicados estos días dibujan una semblanza muy completa de Vicente, enfocada desde tantos ángulos distintos que difícilmente cabe omisión u olvido de importancia. Mi memoria, por otra parte, me lleva por derroteros personales a evocar aquellos tiempos, mediado el pasado siglo, en que Vicente comandaba una “movida” cultural en Alicante en la que emergían creadores de indiscutible valía. Pintores, escultores, músicos y sobre todo escritores, iban dando forma a una continuidad en la tradición artística que había puesto la alicantinidad en primerísima línea de la cultura nacional y aún internacional.

     Había distintos “cenáculos” en los que tertulianos de diversas dedicaciones intercambiaban juicios y opiniones sobre lecturas, tendencias, acontecimientos y experiencias. Y, como un centro que irradiaba su magisterio, estaba la “Biblioteca Gabriel Miró”, recién creada, y en ella el despacho de su fundador y director: Vicente Ramos. Muchos acontecimientos y circunstancias de aquella época se han ido borrando de mi memoria, pero curiosamente, recuerdo con todo detalle aquel despacho. En la pared detrás del asiento de Vicente, un paisaje de Milagrito (así, en singular) Lambert, hija del arquitecto del palacio de las Naciones Unidas en Ginebra; conocimos a esta artista, que pasó una temporada en Alicante. Enfrente de la mesa estaba el “infierno”, un armario en el que se guardaban los libros que no podían ponerse en manos de cualquier lector. Vicente me permitió leer “La lozana andaluza” del padre Delicado, obra prohibidísima entonces. De aquel despacho salieron ideas, proyectos y realizaciones realmente trascendentes. En una reseña mía de un libro sobre Vicente, digo: “Entonces Vicente escribe, trabaja incansablemente, publica, recibe galardones, honores muy merecidos y ejerce una amigable docencia desde su despacho de la biblioteca Gabriel Miró, su criatura nacida al calor de la Caja del Sureste. Allí se gestó el Aula Gabriel Miró, confiriéndonos a los del censo de entonces casi, casi, la categoría de académicos. Él lo fue de verdad”.

     Desde mi posición de amigo y testigo quiero insistir en dos cuestiones que estimo de interés a la hora de cerrar esta ojeada introspectiva sobre un hombre y una época que bien justificarían un estudio en profundidad que no estoy en condiciones de abordar. La primera es subrayar que entre las figuras señeras del horizonte devocional de Vicente Ramos están, y en eso coinciden biógrafos y estudiosos, Gabriel Miró (en primerísimo lugar) y Azorín; pocos añaden inmediatamente después en esta especie de iconografía íntima a alguien a quien nuestro amigo reverenciaba y estudiaba con respeto admirativo y con verdadero afecto personal: Francisco Figueras Pacheco, el cronista ciego que tan bien supo entender estas tierras y estas gentes a quienes ambos, Figueras y Ramos, dedicaron sus vidas.

     La segunda cuestión se refiere a la relación de Vicente con las gentes más o menos cercanas. Sé que algunos lo ven conduciéndose con una cierta frialdad y distancia y no hay nada más erróneo. Él era, sí, serio, sereno, quizá demasiado volcado en su mundo de estudio y trabajo, pero Vicente era, y yo lo traté durante más de sesenta años, un hombre afable, cordial, con gran capacidad de entusiasmo y siempre dispuesto a atender a cuantos buscaban su magisterio. Sus hijos y su esposa saben que soy muy sincero al decir que les acompaño en su sentimiento. Vicente hijo me hablaba el día del sepelio de las correrías literarias que él presenciaba siendo muy niño. Manolita, la esposa y compañera, estudiaba en mi curso de Bachillerato en aquel destartalado caserón de la calle Ramales; está delicada de salud. A los tres deseo lo mejor y huelga decir que pueden contar incondicionalmente con este anciano amigo.

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