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HABLANDO DE PICARESCA
(por Gaspar Pérez Albert)
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Es de sobra conocido el dicho que afirma que el hombre es el único animal que es capaz de enfrentarse y atacar a los de su misma especie. Quizás no sea del todo cierto, pero las personas son capaces de perjudicar a sus semejantes, sin necesidad de llegar a la agresión física, utilizando el engaño o la mentira para insultarlos, humillarlos, o simplemente reírse de ellos, y no siempre a cambio de un beneficio real e importante. Esta forma de actuar, que solo trae perjuicios leves, a través de la historia se ha venido repitiendo, y de ello dan fe numerosas publicaciones literarias de todos los tiempos. Es lo que se conoce coloquialmente como picaresca.
Y hablando de picaresca, de lo que digo existen numerosas muestras y anécdotas y se me ocurren algunas que recuerdo en este momento. Las relataré a continuación:
La primera de ellas cuenta la actitud de un vendedor en una famosa feria de ganado. Pretendía vender un borriquillo, de edad ya avanzada y al que se le notaban mucho más sus huesos que sus músculos, y argumentaba ante el comprador, a la vez que le ensalzaba las buenas cualidades del pollino, la siguiente frase: “El animalito está flaco y no tiene vista” (refiriéndose a que su aspecto físico no era muy agradable a la vista). Se llegó a un acuerdo y al poco de adquirirlo, el comprador se dio cuenta de que el animal era totalmente ciego. Montó en cólera y se fue a reclamar al vendedor, quien le paró en seco, diciéndole: “Ya le advertí que no tenía vista”. Y ahí se terminó la reclamación.
Otra anécdota se refiere a una persona, residente en un pueblo tierra adentro, que padecía cierta enfermedad de la piel y precisaba para su tratamiento lavarse con agua de mar. Por tal motivo encargó al transportista ordinario que hacía la ruta hasta la capital, situada en la costa, que le trajera unas garrafas llenas de agua de mar y hasta le proporcionó dichos envases. Así vino haciéndolo, semanalmente, el transportista hasta que un día olvidó llenar las garrafas en el mar. Entonces, como sabía que el agua salada era imprescindible para el enfermo, se le ocurrió llenarlas en un pueblo intermedio de su ruta, donde existía una fuente –de agua dulce, claro- situada junto a la carretera, y le resultó muy cómodo. Después le echó un puñado de sal común, que también transportaba entre su carga y que además su precio era muy barato. Como quiera que el enfermo receptor no notó ningún cambio en el agua, no dijo nada. Y por eso, a partir de ese día, siguió el transportista llenando las garrafas en la citada fuente, y añadiéndole sal, lo cual, sin duda, le resultaba mucho más cómodo y además no le resultaba económicamente nada gravoso.
Una tercera podría ser la siguiente: Antiguamente, sobre todo a zonas rurales no llegaba la electricidad. Por eso se alumbraban mediante unos artefactos llamados “carbureros”, consistentes en un recipiente cilíndrico cerrado, dentro del cual se ponía agua en compañía de unos terrones o piedras pequeñas de carburo de calcio. La mezcla de ambos elementos, producía un gas, hasta que el carburo se deshacía. Dicho gas, que era inflamable, salía a través de un tubito con un pequeño orificio al final, en el cual ardía una luz blanquecina y potente si se le acercaba una cerilla o mechero. Y ocurrió que un tendero, una vez no consiguió el carburo cálcico en su proveedor habitual y no se le ocurrió otra cosa que coger algunas de las pequeñas piedras que se estaban utilizando en la reparación de la calzada de una carretera cercana y cuyo aspecto era muy parecido y las vendió a sus clientes como carburo, que no se deshacía en el carburero y por supuesto tampoco producía gas ni hacía luz. Imaginen la reacción de la clientela y cómo lo pasaría el tendero en cuestión.
Aunque carezcan de importancia estas tres anécdotas y resulten insignificantes, no dejan de ser tres muestras demostrativas, como mínimo ejemplo, de la picaresca y mala intención de los humanos, aunque solo sea para obtener apenas unos exiguos beneficios.