EXTRAVAGANCIAS
(por Francisco L. Navarro Albert)
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En un país como el nuestro en el que el concepto “dimisión” es una especie de fiera corrupia, causa gran extrañeza conocer la existencia de seres tan extraordinarios, en otras latitudes por supuesto, que son capaces de renunciar al puesto que ocupan. Así, en el lejano y exótico Reino de Bhután, el soberano Jigme Singye Wangchuk tuvo la peregrina idea, a los 55 años, de que debía dejar paso a la nueva generación y lo hizo en toda regla: abdicó a favor de su hijo Jigme Khesar Namgyal Wangchuck. Si hubiera sido un dirigente español, no habría tenido esa iniciativa; sencillamente habría esperado acogerse a un E.R.E., prejubilación, cláusula de blindaje o despido por “causas objetivas” (que suelen ser siempre muy poco objetivas). Todo, menos la extravagante idea de dimitir.
Pero aún hay más extravagancias en ese pequeño Reino, por si la abdicación del soberano no fuera bastante. Resulta que, en lugar de optar, como en nuestra civilizada sociedad occidental, por establecer un indicador económico de efecto tan sonoro como es el P.I.B (Producto Interior Bruto), se les ocurre ni más ni menos que optar por el F.I.B (Felicidad Interior Bruta), partiendo de la extraña idea de que lo realmente importante en cualquier país es el grado de satisfacción que sienten sus ciudadanos con relación a simplezas tales como: políticos honestos, servicios públicos adecuados, desarrollo compatible con el entorno, utilización racional de recursos y cosas parecidas. ¿Qué otra cosa podíamos pensar nosotros, como occidentales civilizados embarcados en una economía de mercado en la que si no tienes un iPad 4 G o al menos un MP4 eres poco menos que nada? Lo dicho: una extravagancia.
Inmersos en una sociedad que ha sido capaz de evolucionar hasta el punto de que no parece grave que parte de los dirigentes empresariales y políticos perciban enormes salarios, con independencia absoluta de las penurias del resto de la población; que en lugar de promover actitudes de estímulo del esfuerzo personal, superación, solidaridad, etc. se propicie el escaqueo, el gasto superfluo, la corrupción, etc. En un país en el que, además, lo mismo tiramos una cabra desde un campanario que inauguramos tres o cuatro veces la misma obra pública ¿no se nos ha ocurrido nunca que somos nosotros los realmente extravagantes y raros?
Ni siquiera ahogados por una crisis como la que nos afecta somos capaces de crear una corriente generalizada de racionalidad. Los recortes, los ajustes, etc. son necesarios, pero nos oponemos radicalmente a ellos basados en la única (y también peregrina) idea de que quien ha propiciado el desastre nos ha de sacar de él, cosa que nunca va a suceder. Como si los que hemos estado alrededor no fuéramos también culpables, por acción o por omisión. Por aplaudir a los líderes sin meditar en que la fluidez verbal y las soflamas no pocas veces son, como define la Real Academia de la Lengua: “perorata, expresión artificiosa con que alguien intenta engañar o chasquear”. Por consumir sin pensar en la procedencia, por consentir la explotación de recursos y personas, por creernos que el dinero recibido a crédito es nuestro.
Ahora nos encontramos con que nuestras extravagancias, que sí lo son, han producido una quiebra en la economía que costará superar, porque nos hemos acostumbrado a que sean otros los que decidan por nosotros. Hace unos días, en un programa de televisión, un joven súper hipotecado y en paro, quejándose, manifestaba algo así como que su generación estaba perdida. El problema grave es que seguramente no les hemos enseñado a superar las dificultades porque, a fuerza de quitarlas de su camino, han llegado a creer que no existían.