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Mª Teresa Ibañez Benavente

UNA ESTAMPA DE AYER

(por Mª Teresa Ibáñez Benavente)


     Estoy sentada enfrente de mi abuela; ella en un sillón orejero muy grande, yo en uno más sencillo que me permite mover con más soltura las agujas de la labor que estoy tejiendo. Entre las dos está la mesa camilla, vestida con unas faldas de terciopelo verde oscuro. Debajo de ella, sobre la tarima, hay un brasero, como una miniatura de volcán de fuego cubierto con ceniza. De vez en cuando hay que avivarlo, pues estamos en otoño y ya hace frio. Cojo la paleta, que está colgada en una pata de la mesa y lo voy apretando alrededor hasta conseguir que se abra por arriba como un cráter por donde asoman las ascuas rojas y brillantes. Así, dice mi abuela, es como se debe hacer y no escarbándolo, porque se estropea enseguida; entonces, ella saca una bolsita que tiene al lado llena de espliego seco y muy desmenuzado; coge un poquito, lo echa sobre el fuego y un agradable aroma  de lavanda se esparce por todo el cuarto de estar.

   

     La mesa camilla está junto a un ventanal que arranca a menos de medio metro del suelo y sube, casi, hasta el techo. Por fuera tiene una reja y unos visillos finitos que permiten ver al que pasa.

 

     Pegada a la pared, enfrente de la puerta, hay una mesa de despacho y, sobre ella, colgadas en esa pared, unas cuantas fotos grandes de mis tíos. En el centro está la de mi abuelo; tiene un marco ancho de plata labrada, muy bonito, (es el único que tiene marco de plata). Mi abuelo en la foto lleva el pelo “a lo cepillo”, tiene un hermoso bigote y unos ojos bonitos, alegres y expresivos, que me recuerdan a los de mi padre. Siento mucho no haberle conocido.

  

     Mi abuela hace ganchillo y, mientras, me cuenta cosas; a veces son cosas tristes sobre la guerra, pero hoy me habla de las zarzuelas y obras de teatro que se hacían en el pueblo, donde siempre ha habido mucha afición y gente con buena voz. Seguro que lo hacían estupendamente.

  

     Mi abuela lleva un peinado alto que le sienta muy bien. Isabel me ha enseñado a peinarla y a ella la enseñó la chica anterior. Mi abuela es alta y viste muy bien, pero siempre de negro. Además de simpática tiene muchas cualidades; me siento orgullosa de tenerla y la quiero mucho.

  

     A las cinco salen los niños del colegio de monjas que está al final de la calle y, por un momento, parece que todo lo iluminan y alegran con sus parloteos, su alegría y sus carreras. Parecen pajarillos escapados de una jaula. Otros ratos solo recorren las calles las hojas secas, doradas y ocres, arrancadas por el viento de los árboles de la carretera. Se meten por todos los rincones del pueblo como curioseándolo todo; en las esquinas se arremolinan y parece que juegan al corro, susurran y cuchichean como si se contaran cosas.

   

     Los domingos por la tarde, la calle está más animada, pues solo nos separa una casa del “Teatro Regio” que, más bien, funciona como cine. Hacen dos películas, una en blanco y negro y la otra, que siempre es la importante, en color.

  

     Isabel se marcha con otras chicas al colegio de las monjas. Allí les enseñan, gratis, a leer y escribir, hacer labores, etc.; todo cosas buenas.

  

     La calle se oscurece; se encienden las luces y se escuchan las campanas, que tocan a ánimas y al rosario. A mí se me encoge un poco el espíritu y me entristezco con ese sonido.

   

     Escuchamos un rato la radio local, donde dan noticias del pueblo, se dedican discos y hacen algún concurso. 

  

     Mi abuela se va pronto a la cama. Yo me quedo un poco más, leyendo, dibujando (cosa que hago fatal) y, a veces, escribo en un diario que he empezado hace poco. Me arrebujo en las mantas y recuerdo el miedo que me daba, cuando era pequeña, oír al sereno contar con voz potente, alargando las dos últimas sílabas:”Ave María Purísima, sereno o nublado”; y me duermo pensando que al día siguiente tengo que escribir una carta a mis papás y hermanos, que están en Villajoyosa. Los echo mucho de menos.

  

     Bueno, mañana será otro día.

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