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EL BAILE
(por Mª Dolores Manresa)


Aquella tarde se me hizo interminable. Cuando, al fin, la profesora nos dijo que podíamos recoger y marcharnos, me apresuré cuanto pude para ir en busca de Merceditas. La encontré cerca de la salida. La llamé y le dije que tenía algo que comunicarle: ¡Mi hermano me había invitado a la fiesta que estaba organizando para celebrar su santo...!

 

          Me dijo: -¿Bueno, y qué?

          -¿Cómo que y qué? ¿No lo comprendes? Irá Enrique. 

          -¿Quién es Enrique?

          -Pues hija, Enrique Climent, el amigo de mi hermano.

          -Aquel chico que decías que te gustaba. Ah; pues bueno 

 

Entonces le dije que ella también podía venir. Eso pareció animarla y yo decidí pasar por alto tanta insensibilidad.

 

Merceditas era mi mejor amiga. En la hora del recreo siempre nos buscábamos; y, al salir del colegio, antes de ir a casa a hacer los deberes (unas veces en su casa, otras en la mía) nos íbamos a corretear un poco por ahí. Seguíamos por la calle Cádiz, que era donde estaba el colegio, y salíamos a la Gran Vía. Unas veces tomábamos el camino de la izquierda y llegábamos hasta la Estación y la Plaza de Toros. Otras veces nos íbamos hacia la derecha para llegar al río.

  

Algunos domingos por la tarde nos íbamos con su madre hasta la Plaza de la Reina. Allí, en un piso, vivía una persona muy mayor y la madre de Merceditas se quedaba toda la tarde cuidándola. Creo que también iba entre semana. Y entonces, nosotras nos íbamos a callejear por aquella Valencia de los años cincuenta, tan acogedora, tan provinciana, tan entrañable.

  

Ahora nuestro principal tema de conversación era el baile, y ¡cómo no!, Enrique. Era, éste, muy amigo de mi hermano y venía algunas veces a casa para estudiar juntos, Se metían en su habitación y yo buscaba las excusas más absurdas para dejarme caer por allí. A veces mi hermano se enfadaba, y él, levantando la vista del libro, decía: “Che, Pepe, deja a tu hermanita.”

  

Se me presentaba, ahora, una ocasión para poder estrechar un poco la amistad, y ¿quién sabe si algo más?

 

El paso siguiente era ver cómo nos íbamos a vestir para la ocasión. Mi amiga me dijo que tenía un vestido muy bonito, pero que su madre sólo se lo dejaba poner en ocasiones muy especiales, como, por ejemplo, una boda. En cuanto a mí tampoco lo tenía muy claro. Mi fondo de armario (como se diría ahora) no daba para mucho. Dos vestidos un poco pasados, una falda de cuadros con un jersey rojo, y otra falda de tablitas en gris claro, que no hubiera quedado mal si hubiera tenido con qué combinarla.

  

Y, de pronto, se me encendió la bombillita. Mi hermana tenía un conjunto en color fucsia que era una monería, y, con la falda gris, me quedaría ideal. No tenía claro que mi hermana me lo fuera a prestar; pero había que intentarlo. Como me temía, no sólo se negó, si no que, además, puso el grito en el cielo. No tuve más remedio que tomar una decisión heroica: Le ofrecí que en las próximas semanas sería yo la que acompañase a nuestra madre, los domingos, en la visita a la Malvarrosa. Allí, frente al mar, había un hospital en el que desde hacía tiempo estaba ingresada una señora que, por tener la familia lejos, apenas recibía visitas. Y mi madre iba de vez en cuando a verla y llevarle alguna cosita. Unas veces le acompañaba mi hermana y otras yo. Era siempre domingo por la tarde, y a la que le tocaba la china, ya tenía, pues, arruinado el plan.

 

Mi hermana, al fin, accedió, no sin antes hacerme un montón de recomendaciones. Parecía que en vez de dejarme un jersey y una chaqueta de punto, me estaba entregando la joya de la corona.

  

Y llegó, por fin, el día. Por la tarde empezó a llegar el grupo de chicos y chicas de la pandilla. Les oí llegar desde la cocina, donde estaba ayudando a mi madre a preparar la merienda. Hasta allí llegaban los ecos de las conversaciones y la música del pic-kup.

  

Cuando terminamos, mi madre se arregló y se fue a casa de su amiga, la señora Rosario. Era bilbaína y siempre hablaba de la guerra y de lo mal que lo había pasado en Madrid. Por mi parte me fui a mi habitación a vestirme. Luego me llegué al tocador de mi madre para darme un toquecito de color en las mejillas. Dudé si ponerme un poco de pintura en los labios. Pero desistí. A mi hermano no le hubiera parecido bien y yo no quería disgustarlo. Se tomaba muy en serio su papel de hermano mayor y siempre andaba queriendo protegernos a mi hermana y a mí de no sé qué peligros.

 

Al fin me dirigí al salón y al abrir la puerta, los vi. Enrique y Merceditas estaban bailando, muy juntos, y parecían ajenos a cuanto les rodeaba.

  

Ella llevaba un vestido de encaje beig (debía ser el de las bodas), un peinado que le favorecía y los labios pintados. No debía tener problemas en ese tema. No me pareció la misma. A ella debió de pasarle igual, porque al pasar junto a ellos ni me miró.

  

Me fui junto a la ventana e hice como que miraba a la calle. Al poco se me acercó Fernandito, otro amigo del grupo. Me pidió que bailara con él, pero me negué alegando que no sabía bailar. Se quedó conmigo un rato. Cuando llegó la hora de la merienda dije que no me encontraba bien y me fui a mi habitación.

 

Echada sobre la cama no sé cuánto tiempo estuve. Al final dejó de oírse la música y oí voces y ruido de pasos camino de la puerta. Cuando se fueron, mi hermano se acercó para preguntarme si estaba mejor. Le dije que sí.

  

En los días siguientes Merceditas y yo procuramos evitarnos. En una ocasión se me acercó con la intención de hablar del tema, pero yo no quise, y pretextando que tenía prisa la dejé. Apenas teníamos contacto.

  

Así fue pasando el tiempo y llegó el día de fin de curso. Después de la entrega de diplomas vino a buscarme. Me dijo que no iba a volver al colegio. La señora, a la que su madre había cuidado tanto tiempo, había fallecido y les había dejado el piso de la Plaza de la Reina. Se iban a ir a vivir allí, y sus padres andaban buscándole un centro donde estudiar por aquella zona. Nos despedimos y no volvimos a vernos.

  

Y me pregunto por qué, al cabo de tantos años, me vienen estos pensamientos a mi mente, y, sin poderlo evitar, me invade un cierto sentimiento de melancolía...

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