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GOLOSINAS EN LA ERMITA
(por Vicente Garnero Lloret)


Aún saboreo los dulces de la tiendecilla de La Ermita, cuyo nombre no recuerdo. Eran golosinas de colores que compraba casi a diario después de la merienda. Eran mis dulces preferidos. Y casi los únicos. El pequeño comercio que los vendía estaba situado en el centro del barrio. ¿De qué estarían hechos que tanto gustaban a los niños? Hoy, todavía los veo con los ojos de la imaginación. Como tantas otras cosas de La Ermita de antaño.  

En las tardes del estío, bien peinado, con mis pantalones cortos y mi limpia camisa recién planchada, la abuela María y yo salíamos de compras y de visitas, sin dejar de pasar por la mencionada tiendecilla. Eran chicles masticables y aromatizados que endulzaban mis tardes veraniegas. Eran de colores, los azules mis preferidos, con sabor a menta, los rojos sabían a fresa y los blancos tenían un sabor exquisitamente anisado. 

Yo nunca adquiría más de seis bolas en cada compra: dos de cada color. La abuela María me advertía una y mil veces que la masa masticable de las bolas no se debía tragar nunca, era peligrosa y podía ahogarme.

Y entre chicle y chicle llegaba la esperada hora de la cena, que tenía lugar a la luz de un pequeño candil de aceite y torcida o de una bombilla de poquísimos vatios. Los manjares disponibles para saciar nuestro creciente apetito eran preferentemente huevos estrellados con patatas fritas y racimos de uva o higos verdales. Y al finalizar la cena, una taza de leche caliente.

Después de tantos años, cuando ahora escribo lo que estáis leyendo sobre mi infancia, ya no queda nada de aquellas golosinas ni de la tienda de La Ermita. El tiempo acabó con todo

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