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José Miguel Quiles
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El drive

José Miguel Quiles Guijarro ____________________

 

 

 

 

Julio Ballester fue un deportista ejemplar, en los años 60 quedó varias veces campeón de tenis en Montemar, tenía un preciso punto de bola y un potente drive desde fondo de la pista. En aquel tiempo éramos los dos más jóvenes y flexibles.

     Era un tipo templado y bien parecido, tenía un flequillo que le caía al descuido sobre la frente; en una película de vaqueros hubiera sido el “chico” y sobre todo recuerdo su risa noble, echando la cabeza atrás con sonoras carcajadas, ja, ja, ja, como si la risa se pudiera repartir en perfectas rodajas.

     Andando la vida y ya rebasados los 70 años y viudo, el destino le deparó  un triste revés. Imprevisto  como ocurren las grandes desgracias. Un infarto cerebral. Gravísimo. Sus hijos Sergio y Cande, sintieron el desgarro de la separación: “El papá se nos va…”. Fueron unos días terribles en los que Ballester  pareció visitar la otra ribera de la existencia.

     Y sin embargo consiguió salir de aquello. Pero ¡cómo salió el pobre…! una ruina de hombre, ya no era el mismo, le quedó medio cuerpo paralizado, el brazo izquierdo inmóvil y la mano sometida junto a la ingle. Al andar,  medio Ballester parecía tirar del otro medio. Aquello le produjo un sentimiento de derrumbe  y le quedó en la cara un rictus áspero de hombre asustado.

     Y Cande y Sergio, sus hijos,  que estuvieron locos de dolor en la enfermedad, no podían luego atender sus necesidades. Siempre es más fácil llorar la ausencia de un padre en la muerte que atenderlo debidamente en la enfermedad. Desavenencias:  Como comprenderás,  no voy a venir a levantarlo cada mañana…   Si te parece,  me dejo el trabajo y vengo yo…”  Nada… se le busca una residencia”.  

     Y en este trance tan amargo mi amigo sacó el luchador que llevaba dentro, para Ballester las dichas y las desdichas forman parte del juego, como los tantos a favor y en contra en un partido de tenis. Y una noche, por Internet, sin contar con nadie Julio solicitó una cuidadora: “Responsable, amable y sin cargas familiares”.

     Y fue entonces cuando apareció Alicia Ignacia del Rosario, de Ecuador. Todo en ella mostraba la mujer fuerte,  la piel muy morena, el pelo negro, la cara redonda, poderosas caderas y grandes pechos, con un canalillo muy remarcado, una mujer sin edad que irradiaba una energía positiva.

     Parece que lo de Alicia Ignacia del Rosario funcionó bien. No necesitaba a sus hijos, ni la residencia. Ya le llorarían en su muerte, ya recibirían los pésames y la herencia en un solo pack.  Porque Ballester, aunque era socialista,  era un clase media tirando a burgués. Según  él me contó, tenía su buen piso en el centro de la ciudad, su finca de verano en el campo y unos bienes raíces de su familia en el pueblo. Además, el “pobre” había comprado unas “preferentes”…

     Cierta tarde los ví juntos a Ballester y a su cuidadora por la Plaza Nueva, ¿era Ballester realmente?  Nadie lo diría, llevaba un chaquetón verde y la mano tullida disimulada en el bolsillo. Como hacía una tarde fresca llevaba un sombrerito a lo Sinatra, un poco tumbaíto a la derecha.  Me acerqué a saludarlos. Ya no tenía en la cara el rictus de tragedia que le había puesto la enfermedad y hasta parecía andar con más compás.  Me presentó a la cuidadora. En efecto, según dijo él,  estaba mucho mejor, la medicación y el ejercicio estaban haciendo regresar al Ballester de antes.  Alicia Ignacia del Rosario, le pasó cariñosamente la mano por la frente con aire maternal, recomponiéndole el famélico flequillo:

     - Puessss está mejorsito…- se volvió hacia él y dijo - ¿Verdad Julio? - 

     Le llamó Julio con un aire tan familiar que apenas pude reprimir un golpe de risa. Le cogió del brazo y continuaron el paseo.

     Así que  incapaz yo de dominar la curiosidad,  esa misma noche le llamé:    - ¡¡Ballester…!! No sabes lo que me he alegrado de verte mejor…

     Y hablamos de nuestros buenos tiempos, de aquel partido a dobles que jugamos en el 68 contra unos chicos de Castellón, me preguntó, le pregunté, me recordó, le recordé. Era el mismo Ballester.  Y al final,  presa yo de una curiosidad rayana en la insolencia quise saber qué partes de su cuerpo habían caído en el desmayo y cuales mantenían el “orgullo” de la virilidad. Y poniendo la voz en sordina, como quien comete una travesura le dejé caer:

      - ¿Pero dime… la asistenta se queda a dormir en casa…? - Y Ballester se volvió a reír como él hace con sus carcajadas limpias, recortadas como en simétricas rodajas.  Era un deportista. Le había respondido con un drive de los suyos al infortunio.

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