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Navidad 2012

Antonio Aura Ivorra ____________________

 

 

 

 

Al atardecer, cuando ya suena algún villancico y resplandecen los escaparates de tiendas y boutiques de las calles principales, nos acordamos de que ya se acerca la celebración del humilde pero trascendental acontecimiento de la Natividad, germen para nosotros de una nueva realidad esperanzadora, también compleja y difícil, que nos engrandece.

     Este año nos aproximamos a la Navidad con desengaños. A fuerza de vivir una actualidad que molesta y enfada, que lastima, hemos rasgado el tupido velo que envolvía nuestra mirada siempre dispuesta a la rectitud –soñada como cierta– para descubrir la evidencia de su tortuoso contexto, que quisiéramos negar. No parece que los derechos humanos, los primarios, básicos, que desde una concepción naturalista son universales e inherentes a la persona por su sola condición de serlo, se sigan sustentando en esa sólida inherencia sino más bien en acuerdos y consentimientos de menor firmeza. Aunque en ceremonia de confusión se amplíen por consenso, en ocasiones esos derechos simplemente quedan archivados en legajos, custodios polvorientos de su virtualidad ociosa en la vida cotidiana.

     Sanidad, educación y vivienda acusan la dejadez o carencias del Estado. El paro es un drama y peligra la estabilidad de las rentas familiares. Asustan los recientes informes de Cáritas. Sin embargo, la especulación y el enriquecimiento torticero campan a sus anchas en detrimento de cada vez más familias que empobrecen: “Si en el estado pequeño es la pobreza muy enojosa, también en el estado alto es la fortuna muy sospechosa.” [1]

 

     Pero, viajando en el tiempo, ¿qué ocurriría en aquel Belén de Judea ajetreado con el cumplimiento del deber cívico de empadronamiento? Por lo que indica San Lucas (2,7), el mesón estaba lleno y nuestra Familia, protagonista de esta celebración, no tuvo cabida en él pese al apremio de un parto. Nadie les asistió salvo aquellos humildes pastores, que atendiendo al aviso del Ángel acudieron conmovidos al pesebre ofreciendo su favor, su generosidad. Mientras, ¿habría vino y farra en el mesón? ¿Interesaría al poderoso la precariedad o la pobreza, el infortunio de muchos? El asunto oficial, el empadronamiento, es lo que importaba.

 

     Seguiría la vida con la llegada de los Magos, con la apresurada huida a Egipto y el holocausto de inocentes, con la presentación en el templo y el mutis evangélico de nuestra familia hasta tiempos mejores, para reaparecer en la celebración pascual (Lucas 2,40,52)… Y soñamos. Soñamos una mezcolanza de amargo sabor al confundir la realidad, bíblica y quimérica, y las historias de amor, de angustia y de rabia, oníricas, que vivirían José y María contemplando aquella Criatura.

 

     Acudiendo a la representación amable de nuestros días de lo acontecido en aquellos tiempos oscuros, nos encontramos con un belén en las parroquias, en alguna plaza pública, en muchos hogares y en algunos colegios. Si somos capaces de reunirnos en torno a él ligeros de cargas inconfesables y agravios inútiles, la celebración será feliz.

 

     Ese es el mejor deseo por estas fechas de todos los hombres de buena voluntad. Sin embargo, ese hombre (siempre hay al menos uno) encorvado y andrajoso que vemos deambular con recelo por la calle principal engalanada, desorientado en medio del oropel que le circunda, ¿qué estará pensando?

 

[1] Fray A. de Guevara: “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”

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