Índice de Documentos > Boletines > Boletín Diciembre 2012/Enero 2013
 
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Pequeñeces

Francisco L. Navarro Albert ____________________

 

 

 

 

El ser humano es como es. Ni más ni menos. ¿Acaso yo podría ser la excepción? Está claro que no; por eso (como a cualquier otro) hay escenas, situaciones, cosas de la vida, que me producen una cierta fascinación; como si me trasladara a un mundo aparte, donde lo que acontece está dotado de un “algo” mágico al que no me puedo sustraer.

 

     Y, a veces, son cosas que a cualquiera le pueden parecer tontas, no digo insignificantes porque la vida, toda ella, afortunadamente está llena de cosas así, que nos permiten discernir que en el esplendor o en el tamaño no es, precisamente, donde vamos a encontrar lo mejor, lo más maravilloso, ni lo más adecuado. Alguien, más inteligente que yo, del que, ahora, sólo me distingo en que aún no estoy criando malvas, ya definió acertadamente lo que, tan a menudo, copiamos:”la esencia está en frascos pequeños”.

  

     Pues, en este contexto, tengo que contar que me ha maravillado siempre la habilidad que demuestran los aborígenes, en cualquiera de esos espectaculares programas sobre la vida y la naturaleza que tanto admiro, para encender un fuego y conseguir que el largo y grueso tronco se mantenga ardiendo en tanto que yo, solo después de un arduo trabajo, alguna que otra dosis de acelerante y venga soplar, tengo que estar añadiendo leña menuda a la hoguera si quiero que, finalmente, podamos disfrutar de una barbacoa. Lo bueno del caso es que he podido comprobar que no soy de los que peor lo hacen, porque, en alguna ocasión, me han pedido ayuda.

 

     Me ocurre algo parecido con el bosque. Han pasado ya unos cuantos, demasiados quizá,  años desde que, por vez primera, me interné en uno de hoja caduca. El suave crujido de las hojas al caminar sobre ellas, el húmedo y penetrante aroma que desprendían en la descomposición, el silencio repentino que se quebraba en cuanto me detenía, para reanudar una y otra vez… Estaban también los insectos, con su incesante ir de aquí para allá, la variedad de trinos de las aves… A veces, la espesura de las copas de los árboles cedía su paso a unos rayos de sol que parecían crear un puente de luz hasta el  cielo. Como si Dios mismo hubiera cesado en su tarea y decidido bajar al mundo para darse una vuelta a través de ese camino.

  

     Era, el bosque, otro mundo. La línea de separación con el “no bosque” era sutil, indeterminada. Daba un paso y estaba en el bosque; retrocedía otro y me encontraba fuera de él. Puede que, a partir de entonces, naciera en mí el afecto hacia la naturaleza, los árboles, ese milagro capaz de hacer surgir de una minúscula semilla un leve tallo con hojas más leves todavía, que -poco a poco- crece en tamaño, forma, color…se hace ÁRBOL ( así, con mayúscula), capaz de cubrirnos del sol en verano y de despojarse de su vaporoso vestido en invierno para que ese mismo sol nos arrulle con su calor; capaz de darnos madera para construir y frutos para saciar el hambre o paladear gustosamente. Hasta cuando se llega a la ancianidad siempre hay disponible un buen bastón para reforzar esa pierna que ya no sabe uno si es suya o ha ido a parar allí por casualidad.

 

     Miro la pluma que sostengo en mi mano. ¡Es tan pequeña! Y, sin embargo, ¡cuántas veces la he usado para escribir “te quiero”!, ¡cuántas para pedir perdón!, ¡cuántas para sentirme vivo!

 

 

    Quizás la parte de ilusión que tiene la vida se debe a que en cualquier cosa, por pequeña que sea, podemos descubrir siempre algo que nos hace ver lo más pequeños que somos nosotros en conocimiento y nos da la oportunidad de aprender algo nuevo.

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