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El asesino bondadoso

Francisco L. Navarro Albert ____________________

 

 

 

 

Aquel hombre, cuando salía de su casa, una casa humilde y con grandes desconchones en las paredes,  en las que la humedad se podía palpar, siempre llevaba en el bolsillo caramelos y terrones de azúcar. Los caramelos eran para los niños .Nunca había podido sustraerse al encanto de la inocencia con que los niños te dan una patada o escupen a la cara la última cucharada de papilla. En el fondo, era un sentimental.

     Los terrones solía dárselos al perro lazarillo de un pobre ciego que vendía lotería, aunque siempre se quedaba con la duda de quién era quién guiaba a quién, porque el animal parecía no encontrarlos si le caían al suelo y olisqueaba afanosa y nerviosamente hasta encontrarlos, porque aquello era como  un premio para él, pendiente como estaba todo el día de las necesidades de su amo.

     A veces, el hombre, en sus paseos por la ciudad, se encontraba con alguna viejecita y la ayudaba a pasar al otro lado de la calle aunque, en alguna ocasión, había tenido sus más y sus menos porque no querían cruzar; pero él, al fin, siempre lo lograba.

     Se ufanaba de ser muy cuidadoso. Por ello, cada vez que cometía un asesinato, pues esa era su profesión habitual, tenía muy presente la precaución de desinfectar antes el cuchillo o bien filtrar el veneno para quitarle las impurezas, pues nunca se sabe el daño que puede causar un virus o veneno en mal estado. Al fin y al cabo, su trabajo no era muy distinto a otros y el se preciaba de ofrecer un servicio de gran calidad. Por otra parte procuraba siempre, en lo posible, conocer bien a sus futuras víctimas para que los asesinatos fueran acordes con sus respectivas personalidades.

     Esa y no otra era la razón por la que, en no pocas ocasiones, y sobre todo tratándose de señoras, antes de enviarlas al otro mundo les enviaba flores con misivas agradables y misteriosas, especialmente tratándose de solteras o viudas.

     Sus frases predilectas eran " Puede que nuestro amor sea imposible;  mas, siempre, serás para mí la flor más bella del ramo " o también " No te olvidaré mientras vivas " lo que, ciertamente, no era mucho tiempo  porque, a la vuelta de unos días, solían aparecer en las páginas de sucesos.

     Como esto de los asesinatos era tan sólo cuestión de trabajo, no perdía ocasión para acudir a los entierros y nunca vacilaba al hacerse eco de la bondad del difunto, de tal manera que los herederos quedaban unas veces encantados y otras asombrados de aquel hombre sencillo y amable que, a duras penas, lograba comentar entre sollozo y sollozo lo bueno que fue en vida el finado.

     Llegaba, en su afán de agradar, al extremo de poner notas en el libro de visitas del velatorio. Esta costumbre suya al final le perdió pues en el último funeral al que asistió escribió en dicho  libro de visitas lo primero que se le ocurrió, estampando también su firma.

     Días más tarde de aquel  sepelio, la policía solicitó su presencia en la comisaría. El inspector le mostró el libro de visitas le preguntó si había sido el autor del escrito.

     No tuvo más remedio que reconocer que, de su puño y  letra, junto a la  firma  y  fecha, había un texto escrito con la pulcra letra que le había enseñado su maestra, Doña Matilde. Este decía simplemente:

     " El asesino de su tío, que lo es ".

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