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MI EGO EN LA CUNETA

Pudo ser que Dios no quisiera entonces que pasara yo por alto aquel error ni que volviese a fingir desconocimiento de las reglas del juego, y me envió un rayito de luz. De esto hace tiempo, pero ¿por qué creo hoy que, en vez de estarle agradecido, pude haber preferido no ver el dichoso rayito?

Entenderá mejor la pregunta quien recuerde que dijo sí cuando debía decir no; que calló ante una injusticia; que recorrió un camino que no le pertenecía; que postergó lo que estaba obligado a hacer; que hirió a alguien a quien amaba o que, por de pronto, acallaba su conciencia con la esperanza de escucharla en adelante. Quienquiera que sea esta persona, a estas alturas de su vida ya habrá reconocido que su conciencia estuvo obnubilada algún tiempo con lo de la manzana, y acallada posteriormente por el ego, representado en  la Biblia por la astuta Serpiente del Paraíso.

Está claro que nadie se cree tonto. Sin embargo, habrá quien no admita que los momentos difíciles pueden repetirse para hacernos comprender que no queremos aprender. ¿Cuántas veces el Sr. o Sra. de Tal que aparentamos ser ha claudicado ante la presión del ego, cayendo en el ridículo y, pese a lo cual, seguimos con nuestras habituales ficciones, incluso mientras criticamos la farsa social?

Einstein dijo: “El ser humano es parte inseparable de esa totalidad que llamamos Universo, si bien una parte limitada en el espacio y el tiempo. Sin embargo, en una especie de ilusión óptica de su conciencia, se experimenta a sí mismo y a sus pensamientos y sentimientos como algo separado del resto”. Las negritas de arriba son mías. He querido destacar la inherencia del ser humano en el Todo, porque precisamente desde esa suposición conseguí lo que no había logrado nunca: Rechazar la absurda ilusión óptica que nos vende el ego y, de inmediato, me sentí próximo al Espíritu eterno y unido con todo

Y digo más. Antes de mi lectura reciente de Gracia y coraje, libro de Ken Wilber, me resultaba difícil, por no decir imposible, verme integrándolo todo. En esa obra cuenta su mujer que siendo adolescente, mirando el fuego, tuvo la experiencia mística de convertirse en humo, y subir más y más hasta volverse una con el espacio. Yo no he llegado a tanto. Pero he deducido nuevas estimaciones:

Sin forma, o sea, como espíritu, me sentiría como el humo, pero tan desvanecido entre todo que, estando en todas partes, desaparecería. Es obvio que, estando en todo, no podría ser parcial, ni negativo, ni erróneo. Trascendería lo vital. Si a esa idea o espíritu lo llamamos “Yo” (con mayúscula), todos estamos llamando “Yo” a la misma cosa. Lo cual significa que mi “Yo” es el mismo “Yo” de todos los demás. Y todo se ve de otro modo.

Ahora bien, una manera de estimularse es estimular a los demás. Y digo: Creo haber debilitado a mi ego, lo acoso de continuo, porque no quiero que se recupere. La perseverancia es favorable, pero mucho más eficaz resulta mi esperanza de comprobar un día que ese “Yo” (con mayúscula) del que hablo es el mismo al que pudo referirse Jesús cuando dijo a Nicodemo: Os es necesario nacer de lo alto. (San Juan, 3).

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