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- F L O R E S
 
Un buen día me pregunté por qué las flores tienen nombres tan bellos y evocadores.

Después de pensarlo detenidamente he llegado a la conclusión de que siempre han sentido envidia de la mujer y, por ello, no han vacilado –las que han podido– en suplantarlas...
Así nacieron, por ejemplo: rosa, margarita, azucena...

La rosa, con su fragancia, belleza,… con sus afiladas espinas, quizá para recordarnos que no hay placer que no lleve aparejado sufrimiento; la margarita, que nos invita al precioso juego del amor desde la inocencia mientras arrancamos sus pétalos exhalando suspiros entre un “me quiere, no me quiere” y otro; la azucena, con la pureza de su blancura y su esbeltez desafiante…

Si, ya sé que entre las mujeres también hay “cardos” y “ortigas” que al más leve roce nos producen urticaria. No es especialmente relevante ni exclusivo del sexo, porque hay –entre los varones – más de uno que se las trae, como diría mi abuela.

Pues eso, siguiendo con las flores (pero esta vez las de naturaleza vegetal), que quiero rendir homenaje a su colaboración para que nuestro mundo sea algo más agradable de lo que entre todos hemos contribuido a crear.

Así, si hemos fabricado un muro de hormigón ,cualquier día advertiremos que en una pequeña fisura o junta de dilatación ha germinado una –hasta entonces – invisible semilla que proclama su verdor convertida en oasis sobre el gris desierto de cemento.

Otro tanto ocurre con nuestros esfuerzos en contaminar, creando vertederos por todas partes, esfuerzos que se ven superados cuando aparecen pequeñas islas verdes sobre los escombros o la basura y las flores ganan espacio entre lavabos rotos, cartones y bolsas de plástico.

La misma ciudad, convertida gracias a nuestros denodados esfuerzos en un bosque de cemento y ladrillos sobre una pradera de alquitrán, resulta menos agresiva y dura cuando tropezamos con alguno de los escasos jardines que se convierten en remanso de paz, haciéndonos olvidar hasta el ruido del tráfico, el humo y esa prisa que nos invade y que parece ser el único objetivo de muchos viandantes.

Hasta en invierno, estación en la que no resulta especialmente apetecible dar un paseo, puede resultar grato y reconfortante ir donde termina la ciudad, y dirigir los pasos hacia el campo libre y la montaña, rozar la salvia, el romero, el tomillo… sentir los efluvios de sus variados aromas mientras respiramos aire puro y nos sentimos, siquiera por unos instantes, los reyes de la creación.

A veces, hasta sentimos la tentación de coger un ramillete de flores silvestres y llevarlo a casa, aunque tal vez no necesitemos de ninguna flor que alegre la estancia si hemos vivido procurando que el amor que un día prometimos a quien comparte nuestra vida la haya transformado en un remanso de paz que nos permita mirar, contemplando su rostro, el hermoso jardín en que hemos convertido nuestra existencia.

Y, finalmente…quizá en el último viaje podamos tener la inmensa suerte de servir de alimento a unas sencillas malvas.

 

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