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- LA CENSURA DIVERTIDA
 
El presidente del principal partido de la oposición le ha dicho al presidente del gobierno español que es un ´chisgarabís´, pues según dice se comporta como quien cambia de criterio en temas esenciales un día sí y otro también. (foto: Ricardo Sanabre)

La crítica pretende ser ocurrente para no entrar en reproches formales a pesar de tratarse de asuntos muy serios y complicados, precisamente por estar viviendo unos momentos de graves desencuentros en la política de esta España que está amenazada por diferentes frentes reivindicativos con diversos calados y contenidos.
Hace unos meses, en su columna habitual, Francisco Umbral, al referirse a que ahora los españoles somos más agitados, denominaba a la actual forma de gobernar como ´liberalcapitalismo tardoleonés de Rodríguez´. Lo de leonés viene del origen de Zapatero, pero lo de ´tardo´ puede ser un juego de palabras con el que se transmiten varios significados, pues es conocido que se trata de un elemento compositivo que tanto significa ´tardío´ (lo que sucede después de lo previsto o lo que es inmaduro) como ´final´ (que va a acabarse pronto).
En cuanto a chisgarabís, el diccionario de la RAE nos remite a chiquilicuatro y éste a zascandil (astuto y enredador) y mequetrefe (entremetido y de poco provecho).
Son los giros y circunloquios de la rica lengua castellana para no insultar directamente y para expresarse con rechifla buscando risita y complicidad.

A la censura divertida que pretende zaherir y reprobar actuaciones y proclamas ajenas entre personas libres se le llama sátira, una manifestación del pensamiento altamente creativa y muy arraigada entre los españoles, tan dados a jugar con las palabras de doble sentido o semejante pronunciación.
En una vetusta y docta enciclopedia se decía que la sátira es una figura literaria que utiliza el lenguaje de forma coloquial para criticar precisamente el talante, y también las costumbres de personas y de grupos sociales.
De las diatribas y ditirambos, normalmente humorísticos, con fuerte carga de mordacidad, y con agudos y picantes contenidos, no se libra nadie, ni mucho menos las personas públicas.
En lo social, político y cultural, y especialmente mezclándolos a los tres, lo satírico es una tradición hispana en cuanto a publicaciones, obras de teatro, otras piezas literarias que se prolongan en el tiempo desde más allá de la Edad de Oro, y últimamente es fruto abundante en artículos de opinión. Siempre se busca la risa o la sonrisa, que está muy de moda como sistema inmunológico para hacer frente a las crueldades de esta vida, y para poner a prueba nuestra paciencia y desde luego nuestra inteligencia, pues hay un hilito muy fino de separación entre la causticidad y el cabreo más abrupto.

Ya decía Juvenal que contemplar la sociedad y sus alteraciones vertiginosas, su inversión de valores y su degradación hacía difícil no escribir sátiras en su hoy lejanísima época. Como se ve, hay motivos sobrados desde antiguo para entrometerse tanto entre los que defienden actuaciones que parecen hipócritas por mor de una tradición quizás innecesaria como los que conculcan el orden social o la actuación moral fuertemente establecidas.

Larra defendía sus ataques literarios diciendo que hay que sacar a la luz los abusos que se cometen para intentar solucionarlos.

Y Ricardo Senabre considera esta crítica dulcificada como una actividad indispensable, como un instrumento regulador de desajustes y descubridor de la faz oculta de los hechos dados como verdades oficiales.

La literatura se convierte así, dice, en elemento compensatorio de las miserias cotidianas. Además, un país sin sátira es un país amorfo y aletargado, sin nervio.
La necesitamos para poder respirar con aire fresco entre tanta crispación, como esa lluvia que tanto anhelamos para que nos purifique ante los descalabros y desaciertos que se cometen, ante las crecientes promesas incumplidas y ante los autoritarismos varios que emborronan nuestra libertad, y a veces incluso nuestra dignidad.


 

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