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DESLOCALIZACIÓN DE LA LOCALIDAD
 
Se ha dado en llamar deslocalización el traslado de determinadas producciones industriales a otras regiones del mundo que están en desarrollo, por razones económicas fundametadas principalmente en los costes de la mano de obra.

El término resulta un tanto forzado y todavía no está introducido en el diccionario de la RAE, pues es posible que proceda, como tantas cosas, del inglés, en este caso de ´offshoring´.
Pero los consultores empresariales españoles, que son los que más lo utilizan, pronto le han encontrado explicación semántica formal, diciéndonos que la palabra está formada por el prefijo ´des´, uno de cuyos significados es ´fuera de´, y ´localización´: lo encerrado en límites determinados.
O sea, que se trata de poner algo fuera de sus lindes fijados.
Más claro aún: abandonar una actividad que se realizaba en un territorio para situarla en otro país.
Es lo que nos está pasando con los procesos de trabajo en sectores tradicionales que exigen importantes recursos en manufactura y no requieren demasiada especialización, como el calzado, la marroquinería, el textil, los juguetes, la agricultura intensiva, y otros con parecidos procedimientos de producción, que han venido dando oficio y salario ya no digo a familias enteras sino a pueblos de actividad empresarial poco diversificada, y que ahora sufren una recensión mal calculada o escasamente prevista entrando en una crisis aguda que sólo se supera al
cambiar de ocupación o realizar una forzada reconversión.

La deslocalización está actualmente en la picota de los consejos de sabios economicistas por si se diera en esos traslados una descarada falta de ética, como se sospecha, al contratarse ahora en condiciones de trabajo inhumanas allá donde se localice la nueva producción.
Este fenómeno socioeconómico afecta a muchas localidades que han visto cómo aumentan notablemente las cifras de ciudadanos desempleados.
Las autoridades de varios de esos municipios se afanan por sacar adelante renovados planes de acción y ordenación urbanística para que, al amparo de la riqueza creciente de la construcción y sus desorbitados precios, se produzcan pronto nuevas barriadas con edificaciones de lujo.

O que nuevos parajes, con cierto atractivo paisajístico, cercanía a autopistas y autovías, aeropuertos y zonas litorales con playa, se conviertan en pedanías reivindicativas de servicios para la calidad de vida.
Todo eso debido a la moda imperante de edificar colonias de casitas de campo o chalés con campos de golf pensados para extranjeros con buena renta, y que con sólo sacar cuatro cuentas sencillas van a mejorar nuestro estatus y a darnos empleo por un tubo calibrando las infraestructuras, los mantenimientos, las asistencias y hasta las subvenciones.

Eso, si se cumple, aunque pueda resolver temporalmente la cuestión, no deja de ser un cúmulo de problemas empezando por el aumento indiscriminado de los habitantes, y va a propiciar la auténtica deslocalización de la localidad subdividida en varios núcleos de población y tantos otros focos de conflicto.
Si lo primero ya se nos ha ido de las manos pese a que estén abiertos los debates morales, lo segundo también debería consultarse desde una perspectiva de personalidad urbana, del cuidado del medio ambiente y de la sostenibilidad que es mirar al futuro más allá de donde pueda hacerlo la imaginación.
Y ahora viene el gran interrogante que se formula el ciudadano más corriente y también el turista que es atraído por la singularidad de la vetustez de nuestros pueblos arcaicos:
¿qué va a ser del casco viejo si ya se está cayendo y nadie da un euro por reconstruirlo? ¿Vamos a desnaturalizar nuestras ancestrales señas de identidad dejando morir de viejas las plazas tan ricamente decoradas, las fuentes cantarinas, los comercios modernistas o barrocos tan nobles, las entrañables calles estrechitas y recoletos rincones, los edificios simbólicos que nos hablan de un pasado acaso esplendoroso, de una historia, de unas raíces?

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