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EL ZAGUÁN
 
El zaguán, ni amplio ni angosto, era aceptable: solado de mármol, paredes también: hasta un metro setenta de altura.

Desde ahí, pintura blanca gotelé hasta el techo. Al fondo, dos macetones con tronco de Brasil podrido y una palmera naufragando encharcada como patera, a punto de fenecer (el exceso de celo del vecindario provoca estas catástrofes)
Tan solo ocho peldaños resolvían el desnivel desde la calle hasta la puerta del ascensor.

En la adolescencia, el zaguán era centro de reunión de los amigos. El hijo del vecino del principal, joven engominado hasta las orejas, espigado y despierto él, buena gente, los tenía a puñados. Y por hábito, y poder de convocatoria que tenía el chico, ahí se reunían hasta concentrarse todos para marcharse a deambular… por ahí… ¿Adónde vais? – preguntaban los padres; ¡por ahí!, -respondían.
No puede existir un lugar más concreto para los chavales.

Pero mientras ubicaban el ¡por ahí! transcurría hora y media, al menos, en que discutían sus cosas, hablaban de fútbol, de aquella canasta increíble de Gasol, del profe tal, que es un hueso y me ha tomado manía, de aquel memorable gol de Zidane, que tiene modos de bailarín jugando al fútbol, o de la magia, blanca, de Ronaldinho, que alucina haciendo lo que le da la gana con la pelota.
Así de revuelto; y transcurrido un tiempo, de la Carmen y la Luisa, que están imponentes (lo que antes se decía de toma pan y moja; como un tren, vamos) y de la Loli que es una empollona intratable, y que además, tío, lleva gafas.
Los peldaños de la escalera servían de posadera, que aunque pétrea, agradaba; estar de plantón allí un buen rato debía cansar lo suyo, la verdad.

Después, dos tres años tan sólo, vinieron los cigarrillos. Ni estrujando los bolsillos se podía recoger para comprar cuatro Fortunas sueltos en el quiosco de la esquina. Y el día que alcanzaba… menuda humareda se organizaba en la portería convertida en fumadero. No había sensores para detectar la casi volcánica fumarola, pero sí una vecina con olfato de sabueso, que en muchas ocasiones ponía orden con su presencia y regañinas.
A veces, era como el árbitro que pita el fin del partido antes de tiempo, obligándoles ya a ¡irse por ahí!
Yo creo que se lo agradecían; porque ¿qué es eso de quedarse apoltronados en la escalera hasta las tantas? ¿Cuándo piensan salir?
Y claro, la señora, como era de las que, en su tiempo, entraban a casa “…poco antes de que den las diez”, pensaba que era una barbaridad salir a las doce y media o la una de la noche…
¿A qué hora tienen que regresar? ¿cuando cante el gallo?... Ni eso siquiera, porque aquí los gallos, a esas horas están ya en las carnicerías.

Los peldaños, que durante tanto tiempo fueron asientos para la reunión y la charla, se transformaron en estorbos difíciles de franquear para algún vecino, al que, poco a poco, sin prisa pero sin pausa, se le unían más acompañantes; tan ágiles todos en otros tiempos, ya se asían con dificultad del pasamanos para llegar a la puerta del ascensor, no sin algún resoplo disimulado.
Así que un aparejador presentó por encargo del señor Presidente de la Comunidad un proyecto de reforma que allanaba los obstáculos.

Aprobado por unanimidad, un equipo de albañiles e interioristas dejó irreconocible el zaguán, llevándose por delante el mármol, el gotelé, la escalera, el tronco podrido de Brasil y la palmera encharcada, testigos silenciosos de amistosas relaciones que permanecen desde la infancia, de escarceos amorosos –algunos hubo- y también de ciertas complicidades bien intencionadas, que permitieron en no pocas ocasiones el permiso paterno de salida a alguno de los jóvenes vecinos.

Sin los peldaños, hoy odiosos, que le dieron vida en otros tiempos, el zaguán se transformó en zona de paso impersonal y fría, que es para lo que al fin y al cabo se creó.

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