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- EL TONTO DEL PUEBLO * ESTÁN EN EL CORAZÓN
 
No sé el porcentaje de tontos que hay entre los listos, o menos tontos. Lo que sí sé es que en todos los pueblos, aunque sean pequeños, hay alguno. Esto no quiere decir que en las capitales no los haya. Lo que pasa es que son anónimos. Pasan más desapercibidos.

En los pueblos, el llamado “tonto del pueblo” es el tonto oficial. Es el tonto que todo el mundo conoce. Es como un patrimonio del pueblo. Todos le conocen y le quieren, y todos saben sus manías y andanzas.

En mi pueblo había unos cuantos. Empezaré por las damas, pues tontas también hay, pero suelen estar recluidas en casa y se conocen menos.

Se llamaba Carolina, era delgadita y sonriente, no sabía hablar bien, y en lugar de Carolina decía Tarorina, teñorita en vez de señorita, tájaro por pájaro, y así todo. Estaba medio recogida en casa de un fotógrafo que terminó por dejarla encinta y la casaron con un marginal al que llamaban “el pájaro”. Tuvo muchos niños y yo fui madrina de bautizo de uno de ellos.

Otro era Alejandro, alto, con el pelo blanco, con muy mal genio. Deambulaba por las calles con las manos atrás, mirando el suelo y recogiendo todas las colillas que veía.

Pero el tonto más significativo, al que todo el mundo quería, era “Damianico”, “Damianico el tonto”. La verdad es que se llamaba Antonio, pero creo que ni él mismo lo sabía, pues todo el mundo lo llamaba como se había llamado su padre.

A Damianico le gustaba mucho la música, era muy entonado, y siempre iba silbando o canturreando, y cuando la banda de música hacía algún pasacalles él la seguía todo el recorrido haciendo como si tocara el clarinete.

El párroco le dio una gran alegría cuando le dijo que le dejaría tocar las campanas si aprendía a hacerlo. Y claro que aprendió.

Las campanas de mi pueblo son potentes, rotundas. Cuando tocan a fiesta la alegría se cuela dentro y todo el cuerpo se regocija, y si tocan a muerto, parece que lloran y hacen que cada uno se sienta triste y afligido.

Damianico las tocaba bien y disfrutaba haciéndolo. A los chiquillos les dio por llamarle Betoven. Al principio parece que no le importaba, pero después preguntó que era eso de Betoven y le dijeron que era un monstruo con tres cabezas y siete colas, y cuando era llamado así se enfadaba mucho y corría detrás de los chicos que así lo llamaban.

Vivía con una hermana y su familia, pero muchas veces comía en el Asilo de las monjas, pues les ayudaba en algunas cosas, por ejemplo a coger hierba por las orillas de las acequias para los conejos que criaban.

Un día le dijo su cuñado que al día siguiente no podía ir a la Iglesia a tocar las campanas porque tenía que ir con él al monte para coger leña. Entonces había menos incendios en los montes, porque estaban más limpios ya que se sacaba la leña para las chimeneas de las casas y para los hornos. Ese era el combustible que había.
Se levantaron temprano el domingo, aparejaron los burros que tenían y salieron camino del monte. Al poco de llegar, Damianico sintió un pinchazo fuerte en el tobillo. Creyó que se había clavado alguna astilla y no hizo mucho caso, pero al rato se encontraba mal, le dolía la pierna y tenía mareos y náuseas. Se lo dijo a su cuñado, éste se dio cuenta de que no estaba bien y, a regañadientes, se deshizo de una de las cargas de leña para que pudiera ir montado Damianico.

Cuando llegaron al pueblo era casi medio día. Les costó encontrar un médico, ya que, como hemos dicho, era domingo. Cuando al fin lo lograron, el facultativo se dio cuenta de que le había picado una víbora. El veneno se le había extendido por todo el organismo y estaba muy mal.

Aquel día en el cine se anunciaba una película del “oeste” en technicolor, y la gente formaba una larga cola para sacar las entradas. Alguien fue diciendo lo que había pasado, y que hacía falta gente para hacerle transfusiones. La cola desapareció y fueron muchos los que estuvieron dispuestos a dar su sangre para salvar a Damianico.

El día siguiente amaneció gris y frío. Las hojas amarillas revoloteaban formando remolinos con ese suave crujir que hacen al rozar el suelo, y las campanas solemnes empezaron a tañer despacio y tristes, haciendo que a todos se les encogiera un poco el corazón. Y aunque nadie lo dijo, ni salió en el periódico, todos supieron que había muerto Damianico. Ni el más rico, ni el más célebre ni el más importante del lugar. Solamente el “tonto del pueblo”.
Y todos lloraron con las campanas.
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ESTÁN EN EL CORAZÓN

Hoy amaneció lloviendo
cubierto el cielo de blanco,
el mar plomizo y sin olas
mi alma triste y llorando.

¡Que salga el sol e ilumine,
que al cielo vista de raso,
que el mar copie su color
y de encajes rematado
levante mi ánimo triste,
de paz lo vaya llenando!

Mas, que más da:
el dolor,
no está en la lluvia, ni en el viento,
ni en la luz que nos da el sol,
se lleva metido dentro
al fondo del corazón,
lo mismo que la alegría
que viste con su color
la mañana más sombría.

No está en las cosas la pena,
no hay felicidad en el mar
ni en el brillar de una estrella.

Igual que el néctar se ofrece
en el fondo de la flor,
el dolor y la alegría
nacen en el corazón.

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