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Decía alguien que conoció a Leonardo Bof, uno de los padres de la Teología de la Liberación -a quien en mi familia siempre hemos admirado por su clarividencia y valentía en la interpretación del Evangelio, hasta el punto de haber sido silenciado por la Iglesia- que en una entrevista que tuvo con él en su cuarto de estudio, vio encima de su mesa de despacho una pequeña cajita de plástico transparente en la que se veía una colilla amarillenta sobre un papel cuidadosamente doblado; de tal manera le llamó la atención que le preguntó el significado de aquella especie de “relicario”.
Leonardo Bof abrió la cajita, sacó la colilla la puso encima de la mesa, desdobló el papel y leyó a su interlocutor el contenido, que decía:
“Esta es la colilla del último cigarrillo que se fumó nuestro padre”, firmaba la nota uno de sus siete hermanos.
La familia de Leonardo vivía en Holanda y él al fallecimiento de su padre, no pudo llegar a tiempo del entierro; por entonces ya estaba muchos años en América Latina y cuando se reunió con su familia, posteriormente, sus hermanos le entregaron la insignificante colilla; todos sabemos el valor de una colilla, sin embargo él la guardaba y tenía presente en su mesa porque para él, decía, era como un Sacramento por su significado.
Esto seguramente debe ser así, porque quién de nosotros no guarda algún objeto que o bien nos han regalado o nos ha quedado de alguno de nuestros antepasados y que nos sirve para recordar con agrado a la persona de quien procede; pues aunque en el discurrir del “río de la vida” encontramos buenos y malos recuerdos, yo creo que al final los seres humanos, con muy buen criterio, rescatamos solo lo bueno, que es lo que nos sirve en nuestra vida como “puntos de referencia” que todos necesitamos para seguir caminando.
A mí, sin ir más lejos, me ocurre algo parecido con la simbología de algunos objetos que han llegado hasta mí después de la muerte de mis padres. Bueno, yo creo que cuando faltan nuestros seres queridos necesitamos aferrarnos a algo que fue de ellos, que tuvieron en sus manos o que incluso ellos mismos moldearon, éste es mi caso.
Yo llevo en el maletero de mi coche el último garrote que tuvo mi padre y, como lo llevo a la vista, lo utilizo algunas veces para apoyarme cuando ando por el campo, lo toco y me recuerda sus fuertes manos de herrero de pueblo -de esos artesanos que ya casi no quedan que moldeaban el hierro martilleando con sus fuertes brazos y manos-, el carbón del fogón y el yunque, así como el inestimable apoyo de un oficial que, con el “macho” (martillo de largo astil de cinco kilos de peso), en interminable y sincronizada sinfonía muchas veces repetida, daban a luz un arado, una vertedera o cualquier otro apero de labranza que utilizaban los agricultores del pueblo.
También conservo de él con gran estima unas tenazas de atizar el fuego de una chimenea que deben de tener más de 60 años, y que son una reliquia y una auténtica obra de arte hechas completamente a mano y de una sola pieza, labradas a base de lima y que hace unos años llevé a niquelar para darles mayor realce y al mismo tiempo mantener su mejor conservación evitando la corrosión.
Ambas cosas me recuerdan mi infancia, mi familia, la fragua de mi padre, el duro trabajo de mantener una familia en aquellos tiempos con jornadas mas allá del sol a sol.
Y seguramente representan la huella que para bien o para mal -otros juzgarán-, han dejado en mí, como en cada uno de nosotros, los referentes familiares que recordamos.
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