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Un reportaje publicado hace meses en ´La Vanguardia´ me recordó una vieja reflexión: la del agravio, todavía sin resolver, de los apellidos.
El artículo se titulaba ´A qué se dedican las primeras damas´ e informaba sobre las consortes de presidentes de Gobierno y Jefes de Estado.
La relación de nombres que aparecía ponía al descubierto que unas cuantas de ellas no se citaban por su apellido de nacimiento sino por el de su marido, costumbre que aunque se tiene por arraigada en países anglosajones se extiende además a otros lugares, algunos de cultura latina o iberoamericana como Francia y Brasil.
Ante el hábito de sustituir el apellido propio por el del marido, parece hasta inofensiva la práctica habitual de anteponer al nacer el apellido paterno al materno, otro gesto de imposición masculina.
Todo esto de la adopción de un nuevo apellido es lo que convierte a la británica Cherie Booth en Cherie Blair, a la francesa Bernardette no sé qué en Bernardette Chirac o a la estadounidense Laura no sé cuántos en Laura Bush.
No obstante, de todas las primeras damas ninguna me produce tanta preocupación como la señora del presidente ruso. Sabíamos que esa manía que tienen por allí de acabar los femeninos en ´ina´ permitía antaño que las esposas del zar se llamaran zarinas, al menos en su
conversión al castellano, lo que a decir verdad no era ni inconveniente ni raro; pero creo que es llegar muy lejos que a la esposa Putin, de nombre Ludmila, se le convierta en Putina de buenas a primeras cuando se sabe que es señora apañada, ejemplar, agradable, de inmejorable fama, culta, filóloga, azafata, con dominio del ruso, alemán y español; cuando se sabe, en fin, que sus compatriotas la consideran ´esposa perfecta´ y no se despega de su marido ni en los viajes oficiales.
Visto el precedente, no estará de más que las ibéricas que se enamoren de un ruso se fijen antes y pregunten el apellido al novio, no sea que a sus parientes y amigos de por aquí les dé por inventar juegos de palabras y chistes cuando vuelvan a casa por Navidad.
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