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EN EL HUERTO DE MI ABUELA * SOLO POR UNA ROSA
 
Mi abuela tenía un huerto cerrado.

Estaba en un extremo del pueblo y como éste no era muy grande y vivíamos en el centro, llegábamos a él después de un corto paseo.

A mi abuela no le gustaba mucho que fuera allí sola, pero a mí me encantaba, y sobre todo en primavera iba casi todos los días por la tarde. Además, entonces no pasaban las cosas terribles que pasan ahora con tanta frecuencia. Matar era un delito muy grave y un pecado muy gordo. Pero ahora parece que no sea ni una cosa ni la otra.

Dejando las últimas casas, seguía por un camino bordeado de trigales amarillos, ondulados y salpicados de amapolas. Siempre que pasaba por allí recordaba aquello que nos decía Fina (Fina era una chica que trabajaba en casa), que nos contaba muchas historias. Mientras nos peinaba nos decía a veces: “No paséis vosotras solas cerca de un trigal, pues hay hombres malos que cogen a los niños, y les sacan la sangre para venderla a los tuberculosos”. A mí aquello me ponía los pelos de punta. Ahora lo recordaba pero ya no me daba miedo, porque ya no era una niña.

Después, el camino torcía a la izquierda y se convertía en senda en un callejón con una tapia a cada lado y una acequia saltarina que me acompañaba con sus rumores hasta llegar al huerto. El huerto tenía altas tapias blancas y una puerta roja que se abría con una enorme llave que pesaba un montón y no cabía en ningún bolsillo. La llevaba cogida por el ojo como si fuera un bolso.

En la entrada había un pequeño cobertizo para las herramientas. A la derecha estaban los árboles frutales y algunas hortalizas, y a la izquierda las flores. Ambas partes las dividía un andén de cemento que terminaba en un pequeño cenador. Me gustaba sentarme allí un rato y escuchar el canto de los pájaros en los manzanos y pensar... ¿qué pensaría yo entonces?, era tan joven...

El huerto lo cuidaba un chico que en la mili había estado haciendo de jardinero no sé donde; la cuestión era que lo cuidaba muy bien. Había unos rosales grandes y vigorosos, cuajados de rosas de todos los colores, y margaritas, dalias, peonías (no he vuelto a verlas en otros sitios) y, en noviembre, crisantemos y violetas de exquisito olor.

Me paseaba por el caminito de cemento observándolo todo. Alguna libélula sobrevolaba las flores grácil y de alas transparentes. Una abeja libando una rosa, y alguna vez una araña amarilla agazapada como para darme un susto, como si supiera la fobia que siempre les he tenido. Al rosal de la araña no me acercaba y dejaba que las rosas se marchitaran en sus tallos y llovieran su pétalos sobre el suelo formando una alfombra de colores.

Me llevaba una cesta, pues en los brazos no me cabían tantas flores. Ponía varios jarrones en casa, y con el resto adornaba el altar de la Inmaculada en la Iglesia, pues era el mes de las flores y el de María.

Disfrutaba cogiendo las rosas ¡cuántas cosas me inspiraban!, y es que las cosas bonitas siempre nos elevan el espíritu y nos hacen pensar en un mundo perfecto que no existe.

El mundo es bello, la vida es bella, pero cuántas penas hay a veces, y cuánto contrasentido. Tiene muchas espinas como las rosas, y, como ellas, son efímeras.

Las cosas hermosas son como las rosas, nos hacen sentir mejores, o con deseos de serlo, y también nos hacen sentir gratitud hacia la vida, hacia la naturaleza, y, si se es creyente, hacia Dios.

Comprendo muy bien y me gustó el artículo que escribió Francisco Luis Navarro contando todo lo que a él le había inspirado un ramo de rosas.

En aquel huerto cerrado, tan querido en mi juventud, escribí mis primeras poesías, y de allí es ésta que os dedico hoy. Es un poco larga, pero expreso lo que sentí mirando una rosa.
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* SOLO POR UNA ROSA

Sólo por una rosa
habría sabido que existías,
aunque nadie de Ti me hubiera hablado,
sólo por una rosa
te habría adivinado el alma mía.

Sin preguntar al cielo azul ¡radiante!
que al mar sereno como a un espejo mira,
ni a la noche de estrellas rutilantes
como diamantes que allá muy lejos brillan.

Sin preguntar al mar embravecido
que se alza en olas anacaradas,
enredadas en encajes blancos,
que se rompen en la arena dorada.

Sólo por una rosa ¡tan pequeña!
habría sabido que Tú estabas,
sin preguntar ni al mar ni a las estrellas.

Sin decírselo al sol que nos da vida
ni a la lluvia que ayuda en la tarea
o a los dos juntos que traen la primavera,
y con amor, como en un pacto unidos,
van haciendo germinar la tierra,
y a los campos vuelven florecidos
y a los trigales débiles y verdes
los van haciendo fuertes y amarillos.

Y sin fijarme en tanta cosa hermosa,
aunque soy torpe hubiera yo sabido
tan sólo con mirar una pequeña rosa
que desde siempre, Señor, eres amigo.

Sin preguntarle al pino milenario
que vive en la espesura
y mecido por el viento suavemente
una larga alabanza a Ti murmura,
o a la fuente que como una loca
también canta incesantemente
saliendo de la roca
con su lengua larga y transparente.

También sin todo esto habría adivinado,
sólo por una rosa,
que eres, Señor, tantas y tantas cosas...

Sin mirar a los gigantes picos
que se alzan al cielo interrogantes,
y aunque parecen altivos, desafiantes
están en humildad vencidos,
y para demostrarlo
cubren sus altas cimas
con un enorme manto
de nieve blanca y pura
como el alma sencilla de los santos.

Sin consultar los libros
ni inquirir a las gentes
que te buscan ansiosas
o que huyen de ti cobardemente
o ni se fijan, ¡pues van tan presurosas!...
habría yo sabido ciertamente,
viendo a una rosa de rocío colmada,
que, eternamente,
antes de hacer la rosa, nos amabas.


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